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Entre festejos e inconformes

En el año 2010, cuando Jorge Volpi todavía dirigía Canal 22, lo entrevisté para una revista que unos amigos y yo sacábamos adelante en la UNAM. Ese año fue por demás simbólico dado que se celebraban 100 años de la revolución mexicana y 200 de la independencia del país.

Hablar de esto es oportuno pasadas las celebraciones revolucionarias de noviembre y comenzando las decembrinas. Y es que dentro de la vorágine de festejos pasados, mucha gente en la capital del país comenzó a cuestionarse la fiesta en un escenario nacional adverso.

Lo conflictivo no es el festejo en sí mismo, sino lo que sucede en torno a los próceres que actualmente ondean el lábaro patrio, ya desde el Palacio Nacional o en los respectivos Palacios de Gobierno de las otras entidades federativas.

Durante la entrevista mencionada al principio, Volpi habló sobre los nacionalismos. De forma general, pues, no sólo en aquí, sino de los efectos comúnmente conocidos de los actos conducidos por un nacionalismo exacerbado. Como es previsible, los primeros ejemplos del nacionalismo descarriado que mencionaba el autor, fueron la Italia fascista y la Alemania nazi. Éstos no son los únicos casos de los efectos nocivos que puede traer una práctica excesiva del nacionalismo, pero sí al menos los ejemplos más preclaros de uno de los apéndices potencialmente más dañinos de las ideologías.

En México, el sexenio en turno ha acumulado una cantidad abrasiva de eventos desafortunados en menos de cuatro años de gestión. Para algunos resulta sorprendente. No por inmaculada fama del Partido en turno, sino por tener que asimilar tragedia tras tragedia en un periodo tan reducido.

También hay que tomar en cuenta que el sexenio anterior apoyó la actual situación del país al destapar algunos de los factores que más han propiciado el descontrol actual en temas de crimen organizado.

¿Y todo lo demás? ¿La sombra sobre ignominias contra la población que tienen como potencial artífice al gobierno mismo? ¿Las confabulaciones que agreden a la sociedad como recibir al principal antagonista –y ahora presidente electo del vecino del norte- de México con manteles largos? ¿Y qué decir de exhibición tras exhibición de gobernadores corruptos que acrecientan la idea del Feudalismo estatal? Con cierto temor a caer en hechos muy del conocimiento de casi todos, no dejo de asombrarme además de los desaciertos cotidianos del Primer Mandatario. Tema aparte, de acuerdo, pero que se relaciona tanto con la duda que conduce a esta nota: ‘¿Qué celebramos?’.

Lo primero que se podría responder, es que el orgullo de ser mexicano es independiente a quién reside en Los Pinos en ese momento. Proposición acertada, pues es verdad que el gobierno en turno no debería desanimar a los ciudadanos, fuera de la –eso sí- necesaria capacidad de inconformarse con la gestión del presidente en turno. Sólo tengamos en cuenta algo que la historia ha demostrado: la línea divisoria entre el orgullo patriota (que envuelve todos los elementos de la cultura nacional) y el nacionalismo exacerbado al que aludía Volpi, suele ser delgada y camuflada.

En general los motivos para el festejo deben pulular, no lo dudo. Creo, no obstante, que a veces hace falta reflexionar sobre las implicaciones de ser nacional de un país y lo que se hace en relación con ello. No nacimos mexicanos, hondureños, franceses, marroquíes, turcos ni eslovenos, la construcción ficticia en la que nacimos nos asignó esa característica.

Fernando Pessoa señalaba en El Banquero Anarquista que esa era uno de los principios que guiaban su postura política: oponerse a cualquier ficción a través de la cual se discriminara o se menospreciara a un individuo respecto del otro. Que uno naciera rico y otro pobre, por ejemplo.

La vida no sólo en México está llena de etiquetas que te cuelgan –producto de todas esas ficciones- sin que la mayor parte de las veces puedas opinar. Un niño bautizado casi bajo cualquier religión, no se pronuncia al respecto. Es mientras crecemos que tomamos decisiones –a veces bastante más inducidas que autónomas- sobre qué queremos ser. La mexicanidad y casi cualquier otra característica nacional debería estar en esa lista de etiquetas que adoptamos, aunque normalmente nuestro primer recuerdo de la relación entre nosotros y el ‘ser mexicano’, son las imágenes de los honores a los lábaros patrios, el culto a un objeto como es la bandera y a los caudillos de la historia. Muy tribal, muy parecido a la religión. Muy desenfrenada e incuestionable devoción.

Para otros los motivos para celebrar están más acotados. Quienes perciben las fiestas patrias como fiestas en honor a lo inasible, a figuras que ya no representan el presente del país, acudir la noche del 15 de septiembre a las plazas locales a dar el grito, no es la primera opción. Otros  preferirán utilizar ese día como excusa para reunirse con allegados y no hacer mucho énfasis en qué los lleva a congregarse. Esto además me parece lo más sano.

Otra cosa que puede promover la falta de festejos, es la inconformidad de la ciudadanía. Los disgustos generalizados han podido ser un factor determinante en la falta de ánimos festivos en la población mexicana en los últimos años. Además, la Ciudad de México ha experimentado una serie de eventos concatenados que tienen a su población especialmente crispada.

Esto último, aunque los motivos de la inconformidad no sean los mismos. Y es que en efecto, nuestra sociedad, como muchas otras seguramente, sufre de disgustos variopintos que posiblemente sólo coincidan en términos geográficos. Acá en la capital hace unos meses sufríamos con las contingencias ambientales y casi cada día tenemos noticias de nuevas víctimas de conductores que aseguran tener derechos adicionales sobre los ciclistas y peatones.

Si le dedico 15 minutos al día a ver la prensa local de mi ciudad natal, me encuentro con lluvias de plomo y conflictos que no se me habría ocurrido vaticinar para un pueblo como el paceño.

Probablemente por eso a comienzos de este año Elmer Mendoza –unos de los más prolíficos escritores que tiene el noroeste del país- pasó a presentar su último libro a la capital sudcaliforniana. Porque el tenor bélico, irredento, se esparce como una de esas gripes amorfas con que el gobierno federal nos azora desde el 2009.

¿Hay motivos para festejar ahora que comenzó diciembre? Los hay. No menosprecio, empero, ideas que supuestamente deberían acompañarnos en prácticamente cada decisión como el principio de incertidumbre u otros axiomas filosóficos que buscan que no nos conformemos con todo lo que el mundo nos proporciona, porque en torno a nosotros cimbran incontables retos sociales que no se deben menospreciar. Principios como éstos, igual que su cena de navidad, deberían comenzar en casa.