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Los zapatos de Casimiro

José Antonio Márquez Castro

Era domingo, un domingo como todos. Aquí todos los domingos son casi iguales, tal vez como en muchas comunidades pequeñas: tranquilo. Si es tiempo de frío, la gente está en sus hogares; si es tiempo de calor, muchas personas viajan a la playa, San Carlos, López Mateos, Loreto, La Paz. En Fin, la gente que no sale de la ciudad se queda en su casa y algunos otros, los menos, se van a los campos deportivos.

El asunto es que, como era domingo había poca afluencia en el bulevar Olachea, tanto de personas como de vehículos. La ciudad parecía mas bien dormida, aletargada, cansada del ajetreo de la semana, sin embargo, como siempre, algunos no alcanzaron a realizar sus compras el sábado y por eso se veían personas caminando y viendo aparadores. Algunos vehículos circulaban despacio, contagiados tal vez por el ánimo de las personas y por el intenso calor que hacía, casi cuarenta grados a la sombra, pues era un día de verano, pleno agosto.

De pronto el ruido de las llantas de un vehículo que frenó de manera intempestiva rompió con el aletargamiento del día y, como en casi todos los casos, al final se escuchó un golpe seco, como abortado, no el golpe escandaloso que se produce cuando se choca con otro vehículo, sino el que se produce cuando se golpea a un objeto más pequeño.

Las miradas de los transeúntes se dirigen al mismo tiempo buscando el origen del aquel ruido y vieron cómo dos objetos volaron más de veinte metros, pasando de un extremo a otro de la calle. Uno era una bicicleta que al caer quedó completamente destrozada, pues además del impacto del vehículo fue a estrellarse contra un poste.

El otro objeto era una persona que también, por el impacto, fue a caer sobre el cofre de un carro estacionado, para después quedar tirado en el piso de la banqueta, completamente inmóvil.

No tardó en llegar la gente arremolinándose alrededor del accidentado. Unos gritaban que estaba vivo; otros decían que estaba muerto. En fin, se escuchaban las opiniones más variadas, pero nadie lo auxiliaba.

Y como las noticias malas vuelan, no tardó en llegar la ambulancia. Rápidamente se bajaron los paramédicos, lo revisaron y vieron que tenía múltiples fracturas y que estaba inconsciente, pero vivo. De inmediato lo subieron a la camilla. Al hacerlo se dieron cuenta de que tenía una caja de zapatos fuertemente apretada con el brazo que, al no podérsela quitar, con todo y caja a la ambulancia fue a dar.
Para eso ya había llegado una patrulla. Los agentes preguntaban a los mirones si conocían al accidentado. Alguien por allí contestó que sí, que vivía en la colonia Pioneros y que se llamaba Casimiro.

Casimiro, de familia muy humilde, había salido de su pueblo natal en busca de trabajo y de nuevas oportunidades, ya que en su tierra por mucho que trabajara no sacaba para comer. Al ser su familia muy numerosa prefirió dejar a sus padres y hermanos, aún con el dolor que eso le causaba.

En una ocasión escuchó que en el Valle de Santo Domingo, en la Baja California, había trabajo en abundancia. Como pudo emprendió ese viaje que lo traería a Ciudad Constitución, con la ilusión de encontrar un trabajo digno y bien remunerado que le permitiera resolver sus problemas económicos y de esa forma poder ayudar a su familia, pero, sobre todo de comprar unos zapatos nuevos, ya que nunca había tenido unos. Siempre había usado huaraches y si en alguna ocasión se puso zapatos fue porque alguien se los regaló, pero estaban usados, en mal estado y ni siquiera eran de su medida.

Por fin, después de varios meses de estar ahorrando y de haber recorrido semana a semana los aparadores de todas las zapaterías, Casimiro había logrado su meta de comprarse unos zapatos nuevos. Precisamente ese día los iba a estrenar y ahora se encontraba en un cuarto del Hospital General, inconsciente, con múltiples fracturas y con pocas esperanzas de salir bien librado de este accidente.
Habían transcurrido así varias semanas. Su familia y sus amigos que habían estado con él esperaban sólo un milagro.

Mientras, en la esquina del cuarto, sobre una mesa, estaban sus zapatos, los zapatos nuevos por los que tanto había luchado, como esperando que Casimiro reaccionara.

Una mañana, cuando ya todo parecía perdido, Casimiro abrió los ojos desmesuradamente, volteando hacia todos lados. Los presentes al darse cuenta gritaron al unísono, «¡Casimiro!» Casi al mismo tiempo, Casimiro se sentó gritando: «¡mis zapatos!».

Indudablemente que ese fue un momento de gran alegría. Todos se abrazaban y reían llenos de entusiasmo. Nunca falta un pero. Cuando la familia de Casimiro creía que por fin la felicidad había llegado, entró el doctor al cuarto del paciente, miró detenidamente a todos los presentes y finalmente les dijo:
—Casimiro está fuera de peligro, pero tiene fracturadas las piernas y los pies, de tal manera que por mucho tiempo más tendrá que estar enyesado y en silla de ruedas.
Casimiro quiso decir algo, pero las palabras no salieron de su boca; sólo pudo dirigir una mirada llena de tristeza a sus zapatos, esos zapatos de piel negra, muy lustrados, con esas gruesas costuras que corrían alrededor y que hacían más vistosas las suelas reforzadas con madera.

Finalmente, un par de lágrimas furtivas corrieron por sus mejillas.

Y por mientras, sus zapatos seguirán esperando.