Navidad en el Rancho
Esa Navidad de 1939, vinieron los Higuera del Rosarito. El matrimonio formado por Jesús y Amparo con sus hijos: Chema, el Chuy, la Queta, María Luisa, la Payo, Arturo y Silverio. Mi mamá había preparado con tiempo los postres que consistían en buñuelos, cubiertos de biznaga y una bandeja de turrón. La cena sería de carne y costillas del puerco sacrificado esa misma mañana, asadas en las brasas, como complemento, un platón de sopa fresca, ensalada de rodajas de papas y frijoles refritos. Los Higuera llegaron a media tarde, muy guapos y pulcros, llevaban unas botellas de mezcal. Los brindis empezaron temprano, pues hacía un frío terrible. Mi papá había colocado unas lonas en el corredor de caballete para evitar los chiflones y ahí mismo se hizo la fogata, que al mismo tiempo serviría para asar la carne y calentarse.
A manera de fuegos artificiales mi papá arrojó unos tachinacos[2] en el arroyo, y como no nos dejaba acercarnos, lo festejábamos corriendo y gritando, tapándonos los oídos, sólo veíamos la polvareda que cada explosión levantaba.
A los niños nos dieron de cenar temprano para mandarnos a la cama. Recuerdo que a mí me fascinaron los buñuelos, comí más de la cuenta y no me quise acostar, porque además de ser muy “desentendida” me encantaba estar entre los grandes para oírlos platicar, creo que en esa ocasión me lo permitieron por ser Navidad, o tal vez para no regañarme delante de la gente.
De pronto la lona que cubría el corredor empezó a moverse en la parte inferior que arrastraba en el suelo. Algo arañaba, como si quisiera abrirse paso a la fiesta. No eran los perros que dormitaban ahítos en el corredor. Mi papá, ni tardo ni perezoso, empuñó la carabina y le soltó un tiro. El movimiento cesó, los hombres agarraron sus focos de mano y dieron la vuelta al corredor para ver de qué se trataba. Era un zorrillo atravesado por una certera bala.
Creo que en la madrugada me regañaron para que me fuera a la cama. Tímidamente dije que sí a condición que me dieran más buñuelos. Desde que empecé a comerlos, me causó repulsión aquella cosa grasosa y helada. El resto de la noche la pasé vomitando. Se determinó que tenía una congestión y finalmente logré dormirme. Mientras fui niña no volví a probar los buñuelos. “Los aborreció desde que se congestionó una nochebuena”, solía explicar mi mamá años más tarde. Muy temprano despertamos para ver que nos había traído el nada espléndido “Santo Clos” de mi infancia.
Debe haber sido esa Navidad, no recuerdo bien, pero nos amanecieron unas muñecas vestidas de chinas poblanas. Eran hermosas, con sus brillantes trenzas de hilos de artisela negra y sus moños tricolores. Naturalmente, lo primero que hicimos fue destejerles las trenzas para peinarlas de otra manera. Jamás lo logramos. Jugamos con ellas un rato. Las acostamos en el “chirín”[3] de la máquina de coser de mi mamá. Les quitamos la ropita a nuestras chinas poblanas y todos los adornitos, entre otros, esas maravillosas cositas brillantes llamadas lentejuelas. Para media mañana nuestras muñecas lucían horribles, sucias, desvestidas y desgreñadas. Aunque intentamos dejarlas como estaban ya habían perdido todo su encanto. Berreamos un rato y las dejamos tiradas en el suelo con sus largas melenas revolcadas.
FELICES FIESTAS NAVIDEÑAS PARA TODOS
[1] El rancho se llamaba LA ASCENCIÓN, estaba entre El Rosarito y Bombedor.
[2] Tachinaco era la mitad de una barra de pólvora. Sustituían a los fuegos artificiales y a los cuetes de ahora.
[3] Así le llamábamos al pedal de la máquina de coser.