Percepciones

El Espantacuervos

Para mi hermano Blas

Dicen que sucedió en Mulegé allá por los años sesenta del siglo XIX. Que los pobladores no tardaron en percatarse de la llegada de aquel andarín. Todo mundo estuvo de acuerdo en que se trataba de un cuchiviriachi de esos que de vez en cuando caían por esos rumbos. El tipo era muy prieto y flaco. Estaba en los puros huesos. A leguas se le notaban el hambre y la pobreza. Su aspecto provocaba repulsa, también lástima.

Empezó a peregrinar de casa en casa pidiendo trabajo, “no es necesario que me pague, con la pura comida me conformo”, imploraba. Pero los recursos de las familias de Mulegé era tan escasos que apenas les alcanzaba para medio comer. Además, el hombre, a pesar de que se expresaba con propiedad, les inspiraba desconfianza. Las mujeres, nomás de verlo se santiguaban murmurando: “sabrá Dios de donde salió y las mañas que tenga…” “nomás de verle la fachada no me animo a meterlo en la casa…”, “pobre, que Dios me perdone, ¡pero me da un asco! Ni modo que le de café en el vaso de mi viejo…” “En cuanto lo divisaron los perros se le fueron encima, listos para arrebatarlo. Tuve que salir a apedriarlos para que no lo fueran a morder, porque el pobre hombre casi no podía caminar…”

Después de transitar por todo el pueblo, el desconocido se internó entre los palmares donde el agua transparente que corría por una acequia le quitó la sed, y los dátiles semipasados que caían de las palmas le mitigaron el hambre. Jamás había imaginado que esta fruta fuera un manjar tan exquisito. Por unos instantes vino a su mente el recuerdo de aquel Dios en que el que no creía y muy a su pesar algunas frases aprendidas años atrás: «Os rociaré con agua pura y quedaréis purificados»…«Jericó, ¡Nooo! ¡Mulegé!, es un oasis de manantiales y palmeras en medio del calcinado desierto de Judea, ¡que no, demonios! ¡De California!» Precisamente por eso estaba ahí. Por no creer en ese Dios y en Jesucristo su hijo, es que una vez más andaba huyendo; ahora por estas remotas tierras, comiendo dátiles recogidos del suelo y bebiendo el agua corriente del manantial…

Después de saciar su apetito siguió su camino entre el bosque de palmeras, en un claro divisó a un hombre que se movía alrededor de unas asoleaderas[1] con higos y dátiles, se acercó:

—Buenos días…
—Buenos días, amigo, ¿qué seliofrece?
—Ando buscando trabajo, señor, de lo que sea…
—Nooo amigo, no tengo dinero pa’ pagar un trabajador, aquí semos muy pobres.
—No importa que no me pague, con que me de la comida me conformo. Traigo mucha necesidad.
—Nooo, pues sí, se le nota que anda muy amolado. Pues mire, le voy a dar un quehacercito. Hágase cargo de espantar los cuervos de las asoliaderas, porque estos pájaros son muy lamidos. Les gustan mucho los higos y los dátiles. Le voy a dar la comida, nomás no se descuide porque se dejan venir en parvada; ahí de paso les espanta las avispas y las abejas…
—¿Y qué tengo que hacer para espantarlos?
—Asina nomás los asustas con una hoja de palma. Ya en la tardecita recogemos la fruta y en la mañanita la volvemos a extender pa’ que agarren todo el sol. Yo vivo en aquel jacal que está allá, –dijo señalando una choza con una enramada. De modo que si le pica una avispa o una abeja se va pa’ la casa pa’ darle un poco de aguarrás pa’ que se lo unte en el piquete.
—Está bien señor, muchísimas gracias.
—¿Cómo te llamas?
—Ignacio, señor, pero me puede decir Nacho, ¿y usted?
—Yo soy José María Gorosave… Me dicen don Chema.

El hombre ya con una identidad se quedó ahí como espanta cuervos, el trabajo que le aseguraba la comida. El patrón y su mujer eran buenas personas. Ella era muy compasiva y le servía raciones abundantes que pronto le ayudaron a reponerse.
Don Chema le había proporcionado unas zaleas, una cobija y le sugirió que durmiera bajo la enramada, donde también dormían los perros de la casa. Desde ahí, sin proponérselo podía escuchar las conversaciones de la pareja, pronto se dio cuenta que su patrón traía graves problemas, pues al parecer las tierras donde vivían, llenas de frutales en producción que él había sembrado, las reclamaba la iglesia alegando que eran suyas, y las autoridades locales no sabían cómo resolver el problema.

Nacho era un hombre de pocas palabras, de manera que no fue de inmediato que se atrevió a dirigirse a su patrón para tratarle el asunto. No quería pecar de indiscreto o que don Chema fuera a pensar que espiaba sus conversaciones, no fue sino hasta un día que a la hora de recoger la fruta llegó con un compadre al que en su presencia le platicó el conflicto en que estaba y que todo parecía indicar que iban a quitarle las tierras. Cuando el compadre se despidió, Nacho, disculpándose le dijo:
—Don Chema, perdone el atrevimiento, pero si usted quiere yo le puedo ayudar a resolver el problema de sus tierras.
—¡Pero cómo!, le respondió, ¿qué sabes tú de estas cosas? Todo esto que ves aquí, alrededor de la iglesia, que abarca todo el pueblo, los montes y los cerros corresponden a la parroquia de Santa Rosalía. Según el alcalde, nada se puede hacer.

—¿No han oído hablar aquí de la Ley Lerdo?
—No, nada hemos oído, pero ¿qué tiene que ver con lo de las tierras?
—Mucho, pero mire patrón, le voy a proponer algo, nada pierde usted siguiendo el consejo de alguien que le está muy agradecido porque le quitó el hambre. Yo fui escribano y algo sé de estas cosas. Si me lo permite le voy a hacer un documento dirigido al señor gobernador, usted lo copia con su letra, lo firma y se lo manda.
—¿De modo que sabes leer y escribir, Nacho? —preguntó intrigado.

—Pues si patrón, ¿qué dice?, ¿se anima?
—Puesss, me animo Nacho, seguro que sí. Nunca hay que decirle que no a la suerte. Vámonos pa’ la casa. Allá tengo pluma y papel…
Nacho tomó asiento en la mesa y procedió a escribir con su hermosa letra un extenso documento, mientras el patrón lo veía asombrado. De manera principal, citaba en él las leyes de 1856 y diferentes artículos de la misma, donde se decía que las fincas rústicas y urbanas pertenecientes a corporaciones civiles o eclesiásticas se adjudicaran a los arrendatarios más antiguos o a quienes las trabajaban o se dispusieran para la venta en el mercado. Por supuesto el patrón era el único arrendatario de aquellas tierras y de acuerdo a la nueva ley, le pertenecían.

Era muy tarde, cuando don Chema terminó de copiar el preciado documento con su propia letra, auxiliado desde luego por Nacho, quien pacientemente le explicaba el significado de los términos legales, cuando no le quedaba claro lo que querían decir. El documento le había impresionado profundamente, de pronto sentía un enorme respeto por aquel hombre que trabajaba para él como espanta cuervos.

—¿Cómo le haré pa’ que llegue a manos del gobernador? –preguntó, casi humilde.
—Pues si usted no me tiene desconfianza, yo se lo puedo llevar y en cuanto tenga una respuesta, regreso. De momento no me pague nada, sólo deme un poder para arreglarle el asunto, algo para mis gastos y présteme una muda de ropa. Cuando vuelva, si las cosas salen a su favor como espero, entonces me regala unos pesos, cualquier cosa, nomás lo suficiente para volver a mi tierra.
—¡Trato hecho! En el primer barco que pase te vas a La Paz. —Le dijo observándolo con admiración. De repente sabía que confiaba en él, además: ¿qué podía perder que fuera más valioso que la tierra?
Más tarde se preguntaría mil veces: ¿quién será en realidad este hombre?
Mes y medio después regresó Nacho con los documentos que le adjudicaban la tierra que venía ocupando desde hacía años. Al entregarle los papeles le informó que se iría a Guaymas en el mismo barco en que había llegado.
—Caray Nacho, estoy tan agradecido contigo que vendí unos animales para juntarte este dinero pa’ que puedas volver a tu tierra, tal como ‘bíamos quedado. Yo y la vieja te estimamos, y nos vamos a acordar de ti y, pues te vamos a extrañar.
—Yo también los aprecio y los voy a extrañar don Chema. Siempre les agradeceré haberme ayudado cuando llegué a Mulegé. Mire usted, ahora que estuve en La Paz me encontré estos periódicos, aquí se los voy a dejar para que cuando esté enfadado se entretenga.
Le apretó la mano para despedirse y se encaminó a la canoa que debería llevarlo hasta el barco.
Días más tarde, don Chema sentado bajo la enramada, abrió uno de los periódicos. El encabezado de El Centinela decía: “A bordo del buque Josephine, procedente de Mulegé llegó el gran liberal don Ignacio Ramírez, El Nigromante, se dice que vino a entrevistarse con el gobernador don Manuel Clemente Rojo para arreglar unos asuntos de tierras en Mulegé…”

—¡Viejaaaa! Gritó don Chema.
—El Nigromante…, susurró.