En Opinion de...La suerte está echada

LA SUERTE ESTÁ ECHADA / Don Mayelito. A su memoria

Bobby García

 

Por los 90 sacaba el periodiquito RumboCentro y cada mes lo entregaba a algunas personas; en la SEP entregaba algunos y entre ellos al compañero Arnulfo Sui-Qui García. Platicábamos de algunos temas y salió el de que al siguiente año se jubilaría y se iría a San José de Magdalena a radicar allá para levantar la casa de sus padres. Pasaron como dos años y un día lo encontré en Ley las Garzas. Platicamos y le pregunté si en realidad se había ido a San José. Me contestó afirmativamente y me invitó a que lo visitara. Le dije que me interesaba la invitación pues así trabajaría sobre una novela de aquellos lugares y sus ranchos. Le dije que para trabajar la novela estaría cuando menos 30 días y regresaría dos o tres veces más. No te preocupes, me dijo, puedes estar el tiempo que quieras ya que vivo solo y tendrás tiempo para tu trabajo.

El día determinado llegué y estaban tres de sus grandes amigos: Sebastián Meza, Horacio Villavicencio y Gonzalo Agúndez. Hicimos los planes: Arnulfo sería mi chofer, me narraría por donde fuéramos pasando y yo grabaría. Como Sebastián conoce toda la sierra y sus ranchos, por las tardes-noche recorrería mentalmente como si fuera transitando por los lugares y yo lo grabaría.

Así inició la novela que se llama La Marcelina y el Granadito, aún sin editar. Cuando ya tuve todo el material me fui a Cachanía Para contactar al compañero Juan Carlos López Villavicencio, contador e hijo de Carpóforo López que tiene un rancho que se llama San Dieguito, al final del arroyo en las faldas de la montaña que alberga la Misión de Guadalupe. Lo encontré y nos pusimos de acuerdo para ir al rancho el sábado. Recorrimos un camino infernal por en medio del arroyo. Un camino de unos 40 kilómetros que recorrimos en siete horas. Él hablaba y yo grababa. Pasamos por algunos ranchos y parajes (un cerro se llama La Gaviota y en la cuesta del Chileno una curva se llama Paraje de Pablo Pozo)

Duramos tantas horas para llegar ya que el camino va por el arroyo y acababa de pasar el huracán Odile. Su padre me narró algunas cosas. Todo está en la novela.

Regresé a esta ciudad para contactar al compañero Jesús Güero Verdugo, en ese tiempo diputado, con el que acordé ir por el otro espínazo de la sierra saliendo desde San Ignacio, pasar por San Zacarías y otros ranchos hasta llegar a Las Higueritas de don Ismael Mayelito Rojas.

Hace unos días fui al banco, encontré una persona que me dice: usted es el profe bobby de Cachanía, verdad, sí, le contesté, me dirás ¿Que eres de Cachanía? Al afirmar le pregunto ¿de qué familia? Soy de los Valenzuela. No se me hace muy común el apellido, no, me contestó, soy de un rancho de San José. Le hablé entonces de la novela, que llegué a San Dieguito, de Carpóforo y por la parte de arriba hasta Las Higueritas de don Mayelito Rojas.

Don Mayelito ya se murió, me dijo.

Por eso a continuación transcribo lo que apunté en la novela sobre la personalidad irrepetible de don Mayelito Rojas

 

El compañero Güero estaba en los escalones altos y gruesos mirando para la montaña.

La montaña estaba envuelta en una niebla blanquecina… se miraba más lejos.

Por la magia del pensamiento me transporté a La Palma y El Potrero y pude mirar la pila y los motores que impulsaban el agua cuesta arriba. Me extasié con los canales y bebederos y pude brincar un enorme corral de piedra…

¡Vénganse a desayunar! me sacó de la fantasía la invitación de la esposa de Martín.

El Güero me miró y despacito le dije:

  • “Es muy temprano y a esta hora yo no puedo desayunar.”
  • Gracias señora, pero ya vamos a salir con Toribio a la Casa del Medio, le dijo “mi chofer y guía.”
  • Tomen café y unas quesadillas, nos insistió.

Después de que tomamos esos alimentos, nos despedimos y le dejamos saludos y el agradecimiento a Martín.

A las ocho con cincuenta minutos del miércoles 29 de abril subimos al picap, rodeamos la casa y bajamos al arroyo. Enfilamos rumbo al oriente al rancho Las Higueritas, de Ismael Mayelito Rojas, tío de Martín. La misma ingratitud del arroyo, pero ahora seco y pardusco.

  • Por este rumbo, para la izquierda está San Tadeo, que también le servía al Boleo, pero no hay camino, -me informó mi “chofer.”

A las nueve con 18 minutos llegamos al rancho. Miré enfrente una enorme pila de El Boleo, teniendo como fondo una hermosa palma y una meseta alargada y un picacho cortado en dos, de la sierra imponente de Guadalupe asiento de la misión del mismo nombre; los Cochimíes y los frailes Dominicos la fundaron en el último tercio del siglo XVIII.

La pila es impresionante:

  • “Cuando llegué aquí estaba vacía y cuarteada. Aventé una manguera al ojo de agua y desde entonces está llena.” Caminó por un costado y orgullosamente nos mostró la rueda de fierro que abre la compuerta. Está unida a una manguera que transporta el agua a toda la huerta:
  • “Le coloqué estos pedazos de hule porque sale con tanta fuerza que la manguera no la contiene. Miren la acequia de piedra; la pila, la compuerta y la acequia son obra de los franceses. Poco a poco limpié el predio ya que en tiempos del Boleo había pastizal, tunas, nopal y cebada.”

Don Mayelito es un personaje irrepetible: delgadito enfundado en un vestido de mezclilla y unas botas hasta media pierna, un sombrero de piel, viejo y rugoso. El cinto se enreda y casi se pierde en su cintura apretada ya que el pantalón es más grande. Una funda de cuero de res y la cacha del cuchillo sobresale clavado en el cinto en ese cuerpo delgado. Recordé la funda –del mismo material- y el machete que estaban tirados sobre la pared del escusado cuando entré ya que le dije a Juan Carlos que tenía necesidad de ir al baño.

  • Pásenle, -nos dijo don Mayelito.

Es –al igual que su dueño- un predio totalmente diferente a los demás: fuimos caminando por una pequeña selva y su techo que no deja ver el cielo: un platanal, árboles frutales, nopales, flores, emparrados hasta en el techo de la cocina y comedor, unas monturas, tambos de plástico, una banca larga de madera azul con patas amarillas, unos mecates gruesos y un palo cilíndrico amarrado a dos árboles, una hielera azul con tapa blanca.

Una casa bien construida de paredes de ladrillo rojo. Hay un piso a desnivel donde están muchas calabazas grandes. Un lado de la puerta de la cocina, enjarrada en cemento blanco está una olla de barro en forma de trompo suspendida por tres cordeles, y su clásica tapadera color barro… son las nueve con cuarenta minutos.

Don Mayelito nos invitó a desayunar.

  • Gracias, pero ya nos vamos, comeremos algo allá con Toribio, -dijo el Güero.
  • Qué Toribio ni qué chingados, siéntense para que coman algo.

Salió su esposa, nos puso las tazas de café, trajo unas tortillas hechas a mano, frijol refrito y un queso amantequillado… por poco nos lo acabamos. Luego nos pusieron unos jamoncillos de leche quemada.

Don Mayelito tiene la sonrisa a ras de alma, se agacha de lado, se rasca el sombrero, se arquea para el otro lado y se hace bolita, nos mira y vuelve a reír. Durante todo el desayuno no dejó de reír.

Cuando nos platicó que su padre tuvo catorce hijos se dobló a la derecha, se rio y se agarró el sombrero. “Estamos desparramados por toda la sierra” y nacimos en el Granadito, aquí cerquita –en esas comunidades “lo cerquita” son más de dos o tres horas en bestia-  ya no hay nada y yo tengo cinco que al igual están por varias partes, por la costa y San Ignacio.

  • “Mi abuelo y mi padre nos decían que los frailes y los indios sí arreaban ganado por la sierra y que lo llevaban hasta San Ignacio, pero eso fue mucho antes que los franceses.”

Recordé el camino misionero y el pasaje de cuando dos indios miraron al Dominico Teodoro de Asturias fornicar en el sótano de la capilla de lo que después fue el rancho San Dieguito, a la novicia María Eugenia, falta que los condenó a muerte y en el trayecto a San Ignacio y entre unos árboles los desollaron.

Son muchos los ranchos de por aquí, -nos dice don Mayelito.

  • Sí –interviene el Güero: cuando pasamos por Los Patos y por el arroyo de la Matancita hay tres ramales: uno va a San Quintín, otro al Mezcal y el otro llega hasta el fondo donde queda la Trinidad. Hay muchos ranchos: Rancho Nuevo, la Vinorama, Loma Linda, el Mezquitito, San Zacarías. Creo que desde San Ignacio para acá hay más de cuarenta.
  • Y a todos les compra el queso y las chivas mi hijo, -dice don Mayelito.
  • ¡Újule! Yo he recorrido toda la sierra. Una vez corrí la aventura de pasar por los Pilares y aventurarme por el arroyo hasta llegar al lugar que le dicen “El Muerto,” como a 25 kilómetros. Le llaman El Muerto porque platicaban los abuelos que cuando los curas dejaron la misión de Guadalupe hubo un indio, el único que quedó, que dejó la misión y se escondió muchos años en La Palma y huyó cuando la vaquerada le echó la culpa de unos desperdicios y cueros que el ingeniero que llegaba de Santa Rosalía, encargado de todo el negocio de esa parte de la sierra lo fue a buscar a su choza para castigarlo. En la huída llegó hasta San Vicente y La Trampa con tan mala suerte que lo mordió una víbora cascabel y murió recostado en la pila. Que a los años unos rancheros encontraron el esqueleto. Comentaban que los Dominicos lo habían bautizado con el nombre de Francisco Jesús… que fue el último indio de la tribu de Guadalupe.

Un abrazo solidario para toda su familia y un recuerdo para ese hombre de la sierra que vivió enraizado en su pertenencia, en sus sueños y en su predio. Alea Jacta Est.06-08-19- Miembro de ESAC.