Fermín y la muerte (Monólogo )
Lo miré cuando venía desde el fondo del arroyo, del rumbo de la subida pedregosa. Como que traía abrazada una cobija.
Caminaba con las piernas abiertas ya que la cobija o lo que fuera colgaba por la entrepierna. Se fue acercando y lo que parecía cobija resultó ser una muñeca grande, de trapo, con estambre amarillo en la cabeza. Las manos con guantes verdes, un sombrero grande color naranja, los pies cubiertos con unos calcetines rayados.
Cuando pasó cerca de mí lo escuché:
“Paty, iremos a la casa para que conozcas a mi mamá y mi papá. Ya les platiqué de ti, al principio no estuvieron muy de acuerdo y hasta dejaron de hablarme, pero ya los convencí de que eres una muchacha buena, hacendosa y que me quieres.” “Le dije a mi mamá que te gusta mucho el cocido con garbanzo, calabaza y ejotes.”
Fermín es un joven desaliñado, sucio y mal vestido, zapatos rotos y cabellos apelmazados. Debe medir como un metro con ochenta centímetros. Camina como si lo hiciera sobre un columpio balanceándose con exageración para adelante y para atrás. Volteó y me miró: sus ojos grises, como adoloridos, caídos los párpados.
Llegó a la casa de sus padres:
“No se asombren, no se asusten, Paty es mi novia y nos vamos a casar.” “Mamá, sírvele cocido a Paty, es muy seria y no te va a contestar, pero yo comeré con ella.”
“Está muy rico el caldo, ¿verdad mi amor? Tan pronto termines te llevaré a tu casa del tular para que descanses. Mañana temprano nos bañaremos en la poza.”
Fermín creció como hijo único, fue a la escuela hasta tercer año ya que no pudo adaptarse a la convivencia con los demás niños. Se aisló y rehuyó toda plática. Cuando miraba a las niñas le sudaban las manos, le dolía el estómago y le temblaban las piernas. Esa reacción biológica más la escasez de jovencitas lo fue hundiendo en un estado de ánimo que lo hizo vagar por el arroyo y el palmar. Abrió un hueco en el tular y el cerro y allí se masturbaba todos los días.
Las pocas muchachas de la ranchería muy luego se dieron cuenta que Fermín actuaba como anormal, y le sacaban la vuelta. Él empezó a vagar y en su mente se fue formando un nudo que en las noches explotaba y salían mujeres desnudas que lo correteaban por el arroyo.
¡No, no, déjenme en paz, yo amo a mi Paty…
Entraba al hueco que había hecho en el tular y las mujeres desnudas pasaban corriendo. Despertaba sudoroso, se levantaba, llegaba “a su casa” del tular y se masturbaba.
Pasó por la casa de piedra llevando un pico y una pala. Empezó a recoger por todo el arroyo, hasta el cañón de las Tierras de Siembra, pedazos de tela, una bola de estambre amarillo, unos calcetines rayados, canicas y botones verdes y azules, unos guantes verdes. Encontró un sombrero naranja, de mujer, con ala grande y ondulada.
Por el camino viejo, cerca de la casa de Ventura y en un taller viejo en el que había unos carros y troques en chatarra, atrás de un tibor de 200 litros encontró una silla desvencijada. Al levantarla cayeron pedazos de las patas. Los recogió y junto con los demás materiales los llevó al tular y los guardó en el hueco que había hecho en la pared del cerro.
Desde muy temprano salía de su casa con una caja pequeña llevando hilos, agujas y tijeras, un martillo, clavos chicos y algunas fajillas de madera. También llevaba un bote chico de barniz café.
Con los materiales que recogió por el arroyo hizo una muñeca grande; la silla la dejó como de mueblería.
“Hoy te llevaré a conocer el arroyo, el tular y el palmar. No iremos muy lejos para que no te lastime el sol y para que los pocos que nos vean vayan con el chisme de que “Fermín ya tiene novia. Cuando todos sepan recorreremos el arroyo y llegaremos hasta la casa. Todos los sábados iremos al pueblo y tú lucirás tu sombrero naranja.”
“¿No te lastimó el sol mi bella Paty? No. no me lastimó. Qué bueno, ¿entonces no estás cansada de la caminata? Muy bien, mañana volveremos a pasear y dentro de dos días visitaremos al Arnulfo, el de la casa de piedra; luego visitaremos a Sebastián y a Gonzalo para que te vayan conociendo y se acostumbren a mirarnos juntos. Luego volveremos a pasear y dentro de dos días iremos rumbo al panteón para que veas la pila que están haciendo.” De regreso llegaremos a la casa del Horacio.
Todos los días le abría las piernas, sacaba el pene y lo presionaba con ellas:
“Mi amor, mi bella Paty, soy el hombre más feliz de la tierra, no me importa que todos nos vean con malicia, como que se ríen de nosotros. ¿A ti te importa que nos miren como si fuéramos raros?”
“Ya sabía que no te importaba, ya sabía que solamente vives para mí. ¿Te gusta que hagamos el amor muchas veces en el día? ¡Cómo! ¿Quieres que forniquemos muchas veces más, no te cansas?”
Presionó con mayor fuerza el pene con las piernas y como loco la siguió “fornicando,” pegó unos gritos y alaridos que rebotaron entre el tule y las palmas. El esperma cayó entre las piernas de la muñeca, que estaban cubiertas de una capa transparente y seca de semen.
Llegaba al tular, con las manos retiraba los que cubrían el hueco y entraba. Miraba a su Paty sentada en su silla reluciente, aunque hacía diez días al apartar el tular la encontró sentada en las piernas de la muerte.
Su sobresalto lo dejó paralizado, pero al entrar la muerte desapareció. Desde ese día al apartar el tule ya le parecía que la muerte tendría a su Paty en las piernas. Como ya no la volvió a ver pensó en que había sido su imaginación.
Los que pasan por el arroyo lo miran platicando con su Paty:
Algunas veces está sentado sobre una piedra, la tiene sobre sus piernas, platica con ella y la besa amorosamente.
“Mañana empiezan las fiestas de San José, mi amor. Te vestirás con tus mejores prendas, tus guantes, tus calcetines rayados y tu hermoso sombrero. En la fiesta serás la más bonita y las muchachas te envidiarán.”
Cuando llegó a la cancha del pueblo llevando en brazos a su “Paty,” la mayoría se sorprendió no porque tuviera una muñeca, sino por el atrevimiento de llevarla. A todo mundo saludó y presentó a su novia.
No perdían tanda y los brazos y piernas de Paty parecían abanico cuando Fermín, eufórico, daba vueltas y más vueltas al compás de “Los alegres de la sierra.” “¿Ya te cansaste de bailar, mi amor? No, no me he cansado. De plano, Paty, no tienes descanso, pero yo tampoco, así es que a romper todas las tandas.”
El sombrero naranja resaltaba entre todas las parejas que bailaban; los calcetines rayados y los guantes verdes hacían contraste con los levis y camisas oscuras.
Aparta un poco a Paty de su cara:
“No mi amor, no te asustes, no los conozco, pero deben ser de por aquí, o de algún rancho de Guadalupe, de por allá de San Fernando, el Huérivo, o El Cochi, de por allá deben ser.”
Paty agita los brazos como en reproche:
“Sí, ya lo sé que se miran raros los tres, pero no tienes de qué preocuparte ya que estoy contigo y nadie te molestará. No sé si andan borrachos, pero se ven muy raros, parecen sonámbulos.”
Como a las once de la noche habían llegado tres sujetos vestidos con chalecos cafés de piel, botas y cinto de piel de víbora. Portaban sombreros Stetson.
Como cuatro veces salieron de la cancha y se metieron a una choza mal iluminada que estaba bajando la lomita. Como a los diez minutos regresaban.
Otra vez Paty agita los brazos:
“No te preocupes mi amor, ¿Por qué me dices que son peligrosos si ni los conoces? No, no, nada de raro tiene el que salgan del baile, seguramente van a miar o a tomar tequila en la choza.”
“Qué dices mi amor?
“Sí, sí, tienes razón. Cada vez que regresan parecen más tontos, como que la mirada se les olvidó entre el palmar, y los movimientos se les entumecieron en las cocochuelas, pero ya te dije que no tienes por qué preocuparte. ¿O acaso te ha pasado algo desde que nos conocemos? ¿Alguien nos ha molestado en los paseos por el palmar y las pozas?”
Todos lo miraron cuando venía corriendo, cuando caía y se levantaba. Corría y volvía a caer de hocico. Llegó hasta la cancha y caído en el suelo levantó el cuerpo de la cintura para arriba, agitó desesperadamente las manos apuntando para la choza, los ojos desorbitados y mucha espuma en la boca.
“Se están muriendo,” -alcanzó a decir antes de perder el conocimiento.
Los músicos dejaron de tocar y varios rancheros corrieron a la choza. Los dos fuereños vestidos con chaleco café estaban echados de bruces sobre una mesa arrojando borbollones de espuma por la boca. Sobre la mesa había regado un polvo blanco y los orificios de la nariz manchados de ese color. En el piso estaban los dos sombreros Stetson.
El baile se terminó.
Fermín y Paty estaban muy sorprendidos y asustados:
- “Tenías razón mi Paty, iban a la choza a drogarse y se les pasó y se murieron.”
La tomó de la cintura, le acomodó el sombrero, se la horqueteó con las piernas abiertas y tomó rumbo al arroyo.
Llegó al tular, la metió por el hueco, le abrió las piernas “y la fornicó.”
Con delicadeza la sentó en la silla y se tiró un lado –como siempre- para dormir.
Una corriente de aire muy helado que llegó desde el arroyo lo despertó. Y entonces miró a la muerte sentada un lado de la muñeca. Tenía la cara blanca y la osamenta negra, azul, violeta, fosforescente. Levitó como sábana tornasol y se hizo delgadita como chorro de humo y se fue metiendo en la muñeca.
Fermín sintió un cuchillo de hielo que lo perforó por el mero corazón. Hizo intentos por levantarse para proteger a su novia. Pataleó como aletean las caguamas, agitó los brazos, pero no se pudo levantar. Tembló como epiléptico y perdió el conocimiento.
A los días extrañaron los paseos de Fermín y su muñeca. Apartaron el tule que cubría la entrada y lo encontraron muerto en el hueco que hizo en el cerro, arriscados los brazos y manos y una mueca sardónica. La muñeca estaba sentada en la silla, su cuerpo ahumado, el estambre de su cabeza, chamuscado, y los ojos de botones verdes, coloridos como topacio. Alea Jacta Est. Miembro de ESAC. 27-10-16