La danza de los idiotas
Hará un buen tiempo, harán los años, la población votante no creía, sobre
todo, en los organismos electorales; hoy en quienes de plano no creen es
en los candidatos.
Pero que podemos hacer si al fin de cuentas estos próceres solo están
cosechando con creces lo que ellos mismos sembraron.
La ciudadanía los ve y con su desdén o con su comentario a veces rudo, les
pide que se vayan al demonio. (Por decir lo menos).
Y es que la decepción es bastante. No hay distinción, dicen, y cortan
parejo a la hora de juzgar a los partidos políticos y a sus candidatos.
Estos, lejos de enmendar sus acciones, siguen frivolizando el ambiente
electorero y tal parece que así van a seguir por los siglos de los siglos.
Allá ellos.
Esta vez no vamos ni a la mitad del camino y la ciudad ya se ve tapizada
por la ilegal propaganda electoral que, encubierta en portadas de ocasión,
anuncian rostros sonrientes que rumian hipocresía. Los espacios están tan
llenos de contaminación política, como vacíos están los candidatos de
ideas y propuestas. Son unos idiotas, si etimológicamente leemos que
idiota es una palabra derivada del idiōtēs, idios (privado, uno mismo) y
que empezó usándose para referirse a un ciudadano privado y egoísta
que no se preocupaba de los asuntos públicos. Además, en latín, la
palabra idiota (una persona normal y corriente) precedió al término del
latín tardío que significa persona sin educación o ignorante.
Luego entonces: estos hombres y mujeres que nos quieren seducir sin
nada de sustancia, distanciados muy distanciados de un verdadero interés
público, son idiotas.
Y es que nunca como ahora, las contiendas habían estado tan bobas y tan
carentes de pensamientos sensatos. Esto de plano parece un concurso
para elegir a la reina o al rey feo de una secundaria o de un carnaval. Así
lucen y así se ofertan. Resignémonos: los tendremos aquí por varios
meses, sumergidos en el mar de sus ocurrencias y confiados, con
envidiable autoestima, en la inercia de sus improvisaciones.
Como si su fama pública fuera intachable, como si la gente estuviera ávida
de su presencia, se pasean por las calles y los barrios como unos cínicos
idiotas que juegan a un juego de escasa complejidad. En el límite de sus
ambiciones políticas para seguir meciéndose en la cómoda poltrona del
poder, han desairado las ideas, si es que las tienen, y prefieren ofrecerse
ante el electorado como desechables bolsas de jabón. Se brindan como
una objeto de consumo que después de estar en el aparador de cualquier
miscelánea, es adquirido por el quien se dejó envilecer por supuestas
cualidades.
Andan tan sonrientes como si nos estuvieran ofreciendo grandes
propuestas y vanguardistas proyectos. Nada de eso: de su intelecto, ya lo
han demostrado, no puede salir otra cosa que no sean ingeniosidades de
poca monta y frases que no requieren mucho esfuerzo mental.
Pero suplen su falta de coeficiente intelectual con el consabido pan y
circo, tan romanesco y tan efectivo a la hora de levantar votos.
Todos reman en las mismas aguas puercas y ahí se ufanan de
grandilocuencias y capacidades que no tienen.
Por eso las precampañas y campañas son tan soporíficas. Y por inversión
no ha quedado: son miles y miles de pesos tirados sin consideración, ahí,
justo en los escenarios donde más ofende la pobreza.
Ninguna discusión de altura, ningún perfil estadista-que ocurrencia-al fin y
al cabo es tan fácil hacer de esto un gran mercado donde cada aspirante
hace piruetas, malabares, da de saltos, baila como elefante circense, y es
capaz de pararse de manos, si es que se lo piden, con tal de llamar la
atención del mayor número de votantes a la hora de cruzar la papeleta.
No tienen salvación: por eso estamos como estamos, por eso nunca
progresamos, tal parece que gozamos poner las cosas al revés.