Arturo Meza OsunaEn Opinion de...

VUELTA A CHUCHO CASTRO

Quizás la niebla del olvido ha cubierto buena parte de la obra del Prof. Jesús Castro Agúndez, queda su nombre grabado en la Unidad Cultural de Los Cuatro Molinos, quedan sus libros de anécdotas y una personalidad única de hombre afable, honesto y trabajador. Político casi por obligación en los últimos años de su vida, accedió a la senaduría en el primer gobierno del Estado y dejó, en los niños de los internados rurales –hoy albergues- una memoria inconmovible.

La memoria de niño de este arribafirmante lo recuerda cuando llegaba a San Ignacio en un desvencijado jeep –en realidad era una Willys- en el que recorría media península por los abruptos caminos de la orilla del Pacífico, llegaba empolvado hasta las cejas y en cuanto se apeaba del vehículo, como Santa, repartía regalos a los niños que se arremolinaban alrededor del “empanizado” Chucho Castro que siempre llevaba, además, buenas noticias.

Era un gran conversador, de humor expansivo y carcajada ancha. Amigo de toda la rancherada que lo trataba de “profe Chucho”, disfrutaba la compañía de los viejos rancheros, amigos que fue cultivando en sus correrías; preguntaba por la familia, por el rancho, por los enfermos, por los muertos; recordaba nombres, lugares. Amante de la fotografía, revelaba y montaba en diapositivas las fotos del anterior viaje y por la noche, después de la cena, en el amplio comedor del Internado “Atanasio Carrillo”, en el proyector del profesor Gilberto Valdivia –director del internado en los 60’s- una a una mostraba las fotografías a la pared y explicaba el momento y las razones de la foto, a veces, seguida de una gran carcajada, a veces, con sentencias serias y didácticas. Era un agasajo la velada.

Había formado parte de la primera generación de terrisureños que fueron a México, DF a estudiar, fundador, entre otros, de la Casa del Estudiante Sudcaliforniano. Ya de grande leeríamos sus libros basados en anécdotas que fue recogiendo en sus recorridos. Cada libro de Chucho Castro pasaba de mano en mano, eran –son- historias cortas, la mayoría con final sorpresivo y chusco que leíamos en círculos familiares. Plasmaba en sus textos chistes ingeniosos, historias de ideales nobles, personajes famosos, puntadas, ocurrencias de los sudcalifornianos con un lenguaje sencillo e ingenuo. “Patria Chica” (1957), “Mas allá del Bermejo” (1963), “El canto del caudel”(1974), “Ando en mis meras nadadas” (1983), sus obras más recordables de anécdotas y relatos cortos.

Recuerdo particularmente aquella anécdota en la que un niño pobre y de familia numerosa, un bolerito popular en San José del Cabo, un chamaco vago y ocurrente quería conocer al señor Obispo que venía muy de cuando en cuando a la región. Era, por lo tanto, todo un acontecimiento.

Ya en la pomposa ceremonia eclesial, el chamaco empezó a abrirse paso como pudo con el fin de llegar hasta el altar, quería conocer al Señor Obispo –tan mentado- Cuando después de esquivar todo tipo de obstáculos llegó ante el ostentoso jerarca eclesiástico, en corto, sin mayor protocolo, el niño le espetó -¿es usted el señor obispo?- el obispo baja la vista para localizar la vocecita y con aire bondadoso asiente -sí, hijo- el chamaco cabrón, asombrado, sin aire de malicia inmediatamente responde -¡puta madre, que elegante!

Crecimos y visitamos otras ciudades, otras culturas, otras gentes; nos ensoberbecimos en otras literaturas y olvidamos los cuentos de Chucho Castro. Leíamos literatura de mayor empaque, más universal, técnicamente más refinada. Nos sorprendió en nuestra primera juventud el célebre boom latinoamericano y viajamos con García Márquez, Vargas Llosa, Carlos Fuentes, Pepe Donoso, etc. encontramos formas diferente de expresar lo mismo que contaba Chucho Castro, historias locales, cuento de aldea que tuvieron en aquellos tiempos un éxito editorial insospechado, mientras que avergonzados ocultábamos que alguna vez leímos a Chucho Castro, una literatura sin valor, sin las maneras de los grandes literatos de la época. Los libros de Chucho Castro se cayeron del librero y pasaron al olvido. Al frente pasaron Jorge Luis Borges, Carpentier, Lezama Lima, Hemingway, Faulkner, Cortázar y otros.

Con los años, con la madurez volvimos a hojear a Chucho Castro, ya sin las afectaciones del lector selecto, con más sabiduría y menos pretensiones, porque para muchos sudcalifornianos de mi generación fueron las primeras letras junto con las historietas -funnies, chistes o comics- con Chucho Castro no solo aprendimos a leer de manera fluida, era además al único autor de libros que habíamos conocido de cerca. No era un autor pagado de sí mismo y mamón como sucede frecuentemente, era un tipo sencillo que seguramente entendía que sus libros no tendrían mayor trascendencia que prolongar la memoria, refrescar recuerdos, evocar aquellos tiempos, que no es poca cosa.

En los sucesos, las narraciones de Castro Agúndez encontramos nuestras expresiones, aquello que nos une y nos distingue a la vez de otras culturas; esa parte medular de la identidad sudcaliforniana. He ahí el valor que alguna vez le regateamos.