Arturo Meza OsunaEn Opinion de...

PEPE URIBE

Pepe Uribe vivía cerca de la Casa del Estudiante Sudcaliforniano, era un hombre serio, adusto, siempre de traje oscuro, bien peinado y bien boleado; soltero, de mediana edad, profesionista, con ningún vecino hacía ronda, como si nada, entraba y salía de su departamento en la Colonia Álamos. Por casualidad, unos jóvenes estudiantes sudcalifornianos lo contactaron, quizás para preguntarle una dirección, quizás para pedirle el fuego, el caso es que el acento, la ingenuidad llamó su atención y se trenzaron en una conversación. Era domingo, surgió el asunto de que en la Casa del Estudiante no se servía comida ese día, había que conseguirla con medios propios, el Sr. Uribe los invitó a comer, por la tarde, después de relajante charla, se despidieron.

La cosa no quedó ahí, al siguiente domingo, los jóvenes sudcalifornianos se hicieron los encontradizos del Sr. Uribe, ya no eran dos, ahora eran cuatro los hambrientos escolapios a los que, el –ya para entonces, Pepe- invitó a su casa a comer. A Pepe le encantaba que los muchachos les platicaran de su tierra, del desierto, de las playas, de los crepúsculos, de los oasis, de los pueblos, de la gente, los muchachos daban rienda suelta a la nostalgia y el señor Uribe se deshacía en atenciones y con especial ternura arropaba a esos sensibles jóvenes que lejos de su origen, moqueaban desamparados y extrañaban la querencia.

Pepe empezó a conocer la Baja California Sur, consiguió la postales de Paquito Arámburo, también los libros de Chucho Castro, la historia de Clavijero, las cartas de Salvatierra; cuadros de Olachea, de Aníbal Angulo, de Lucía Casas; la Guía Genealógica de Don Pablo L. Martínez, se leyó El Otro México, hasta se aprendió Calafia de memoria y cantaba Costa Azul y La Paz, Puerto de Ilusión con singular entonación. Gracias a los muchachos Pepe Uribe se convirtió en un erudito sudcaliforniano. El sello de identidad se confirmó la vez que, festejando el cumpleaños de uno de los muchachos, otros jóvenes –que solía recibir-  llamaron a su puerta, Pepe, con paso firme, apenas entreabrió con la cadenita puesta y profirió –Ahora no, ésta es noche sudcaliforniana-

Pero los cambios en la personalidad de Pepe no cesaron, aquel hombre serio y adusto de traje oscuro, al cabo de unos meses, gracias a sugerencias de los muchachos, cambió su atuendo por camisas floreadas, pantalones jeans y coloridas camisetas hang ten, los vecinos sorprendidos veían al otrora esquivo y áspero señor Uribe subir y bajar de su departamento en chanclas rosas, bermudas y camisas hawaianas, simpático y saludador, como nunca, casi siempre acompañado de los guapos chicos sudcalifornianos que parecía haber adoptado.

Especialmente los domingos de ausencia de comida en la Casa del Estudiante, se llenaba el departamento de Pepe que parecía una romería, unos jugueteando por allá, otros jugando dominó, malilla o panguingui, otros cómodos viendo la tele y hasta había quien hacía tareas  apurado con alguna materia. Los vecinos empezaban a ver natural los cambios experimentados por el Sr. Uribe, se había vuelto más afable, más cooperador en las labores de mantenimiento del edificio, ciertamente más ruidoso, pero eran cambios para bien y eran, desde luego, bienvenidos.

Por mucho tiempo se mantuvo esta simbiosis entre Pepe y los estudiantes sudcalifornianos en México. Después que ha pasado el tiempo, Pepe Uribe vive en la memoria de muchos, ahora, exitosos profesionistas que alguna vez fueron comensales en ese departamento fraterno y acogedor, que dio consuelo y afecto, que quitó el hambre más de cuatro. Médicos, abogados, arquitectos, profesores de educación física, psicólogos, criminólogos, químicos, literatos, ingenieros, licenciados en turismo; del Valle, de Santa Rosalía, de San José, de Guerrero Negro, sobre todo de La Paz, fueron beneficiarios de este servicio social heroico, solidario con que Pepe Uribe contribuyó al engrandecimiento de la patria chica.

Pepe era alto funcionario de Hacienda, tiempo después tuvo que acudir a La Paz a realizar alguna auditoría, dicen  que solo veía como a su paso por los pasillos del Palacio de Cantera, algunos funcionarios la sacaban la vuelta, incluso que uno de los más asiduos a los domingos de bacanal, cuando vio a Pepe avanzar a toda prisa por una espaciosa oficina del Palacio de Cantera, ante la premura se escondió debajo de un escritorio, Don Pepe que tenía una peculiar y dilatada vena mordaz, le gritó -¡ya te vi, Manuel. Sal, no seas simple!- que no tuvo más remedio que salir y saludar como mandan los cánones.

Me dicen que Pepe Uribe falleció de manera violenta en la Ciudad de México, quizás en un asalto, parte de esa violencia terrible que asola al país. Dicen que cuando añoraba la tierra sudcaliforniana y a los muchachos estudiantes con los que pasó agradables momentos de su loca segunda juventud –quiero que al morir me entierren, una parte en la Ciudad de México, otra en La Paz; en la Ciudad de México de la cintura para arriba, en La Paz, de la cintura para atrás-