Arturo Meza OsunaEn Opinion de...

MI EXPERIENCIA DE LECTOR

El primer libro que leí enterito se llamaba “Cultura y espíritu”, era de Fernández editores, contenía historia, literatura, biografías. Iniciaba con los griegos y pasaba por todos los imperios y culturas antiguas. Página por página lo leí tantas veces que terminó desastrado y andrajoso. Luego fueron los libros que distribuía el internado de San Ignacio que se llamaban “Cuentos de niños para niños”  eran cuentos premiados entre todos los internados –hoy albergues- de la República y se publicaban en formatos bastante rústicos pero bellos con ilustraciones de los propios niños. Recuerdo el cuento del indio que concurre a presentar proyectos para la construcción de la ciudad de San Luis Potosí, solo lleva un plato de barro mientras arquitectos e ingenieros llevan gigantescos planos, cuando le toca el turno, rompe el plato delante del jurado y de acuerdo a la distribución perfecta de los fragmentos del plato, ganó el concurso y se trazó la ciudad.

No había mucho que leer en San Ignacio de los sesentas, no había ninguna biblioteca ni gente de libros pero llegó a mis manos un libro con el título de “Tom Jones” de Henri Fielding, era un libro gruesísimo pero me atrapó desde el principio y en menos de un mes ya lo había leído todo, no lo podía creer, era para presumir con los únicos personajes que veía leer -ya en Santa Rosalía cuando entré a la secundaria- a mi abuelo José Osuna y mi Tío Sergio –el Güero Osuna-  que leían todo lo que editaba Selecciones Reader Digest, además compraban el Excélsior al que le buscaba inmediatamente la sección de tirillas cómicas donde venía El Capitán y los pilluelos, Lorenzo y Pepita, el Mago Mandrake, el Fantasma, el interminable Príncipe Feliz y el inolvidable Nunca falta alguien así. Siempre presentes Los supersabios, Chanoc y Los Supermachos, además de la revista Siempre, Sucesos y Contenido

Los libros de Selecciones llegaban a todas partes, aquella magistral II Guerra Mundial en tres tomos, las fabulosas novelas condensadas, el Atlas Geográfico, Grande Vidas Grandes Obras, fueron mi lectura de secundaria, también los libros de Luis Spota que tenía el abuelo José que era, supongo, su autor favorito, aún conservo La Sangre Enemiga.

En las vacaciones de verano antes de entrar a la prepa, conocí a una muchacha en San Ignacio, Patricia Valencia que me habló de Cien años de Soledad luego lo encontraríamos en los catálogos que llegaban al correo, lo encargamos y lo leímos en voz alta en las  escaleras –que no van a ninguna parte- de la iglesia. En la prepa –La Paz-  me encontré con palomilla lectora que leían a Carlos Fuentes, Vargas Llosa y Cortázar, lo que se llamaría el Boom Latinoamericano. Mientras el profe de literatura salía con La Vorágine, El Zarco o María, nosotros le sugeríamos La Muerte de Artemio Cruz, Conversaciones en la catedral o Rayuela. Nunca nos pusimos de acuerdo pero el maestro Torre Iglesias estaba muy mayor, ya muy enfermo –usaba una sonda urinaria- hacía grandes esfuerzos físicos pero jamás faltaba a clases. Nos aficionamos a Herman Hesse, éramos lobos esteparios que leíamos con ardor comunista La Madre de Máximo Gorki.

Hubo una época en que me leí todas las novelitas de vaqueros –me leí enterito a Don Marcial Lafuente por ni ir tras su paso como un penitente– . Fueron unas vacaciones larguísimas en San Ignacio, salíamos en junio de la prepa, había que entrar a la Universidad en marzo, pero con aquella famosa toma de rectoría cuando expulsaron –Castro Bustos y Falcón- al rector Pablo González Casanova se alargaron las vacaciones mientras trabajaba en el correo. Como llegaban muy pocas cartas, la mayor parte del tiempo me la pasaba leyendo novelitas de vaqueros y libros que encargaba en los catálogos de Porrúa y otras librerías –El sótano, El caballito- también los periódicos que le llegaban por correo a Don Julio Valencia, desde luego que la tirilla cómica le llegaba bastante arrugada porque era dificilísimo volver a flejar el periódico como venía desde la Cd de México.

Cuando entré a la Universidad leía muy poca literatura, el tiempo lo ocupaban los libros de medicina, no había mucha chance de leer otras cosas. En un principio vivía con palomilla muy lectora y solo escuchaba las conversaciones y a veces tremendas discusiones de lecturas que tenían Javier Manríquez –El Peny- con Juan Melgar, las novedades que llevaba Ernesto Adams, las recomendaciones de Juventino Cota, las disquisiciones filosóficas de Alberto Vargas. Un departamento de intelectuales donde escuchaba de libros y literatura pero tenía que darle  a la Patología, la Anatomía, la Bioquímica,  fue en ese tiempo que leí La Doble Hélice, la explicación de James Watson y Francis Crick de como como concibieron la molécula de ADN. No cabía duda, viniendo de los meros autores, era mas sencillo comprenderlo. Me dio para hacer un ensayo que se publicó en la revista de Ciencias. No lo podía creer.

Del servicio social al internado de pregrado, se leía lo que podía, confieso que leí como poseso-en esos años-  a Harold Robbins, a Morris West, a Jackeline Susan a Robin Cook,  lo que había en las librerías del noreste de la República. Después me dio por la novela negra, llegué a Ágatha y Simenon y por ahí llegaría al gran Vázquez Montalbán, a Paco Ignacio Taibo, otras épocas fueron de Hemingway, luego descubrí a Le Carré, otra época de rusos –Dostoyevski, Chejov, Tolstoi-, y así, sin ton ni son he brincado según las modas que me laten, que me recomiendan, que encuentro por aquí y por allá; otras veces me agarro con los premios Nobel, así llegué a Pamuk, a Naguib. Nada organizado, absolutamente anárquico.

Mención aparte merece  Jorge Luis Borges, sus cuentos, sus poemas, el montonal de biografías y libros extraídos de sus conferencias, de sus entrevistas. Llevo siempre conmigo el Ficcionario la antología borgeana que compiló Emir Rodríguez Monegal.

Hoy en día han cambiado las cosas, casi desaparecen las librerías, los pedidos por internet son una maravilla; también se lee en el kindle y en pantalla, se trafica con mucho libro en Word y en  PDF. La obtención de la lectura y la manera de leer han cambiado pero hay quienes nos seguimos aferrando al pequeño almacén de libros queridos que cargamos en cada mudanza, a su olor, a las portadas memorables, a las colecciones, a los objetos olvidados entre las hojas, la relectura en páginas amarillentas, los apuntes al margen, las dedicatorias, costumbres arraigadas del  jurásico que seguramente la postmodernidad pondrá en su lugar.