Arturo Meza OsunaEn Opinion de...

LA PRIMERA VEZ

Tendría trece- catorce años. Le edad de la punzada, los tremendos “años sabandija” diría el escritor. Su nuevo amigo Arturo, un año mayor, extrovertido hombre de mundo, recién descubierto fan del México Canta, de Los Beatles, del Vivi Hernández, de Mamas  and the Papas, de Elvis, de Janis, esperaba celebrar su nueva amistad con un “quite”. Lo invitó al cine Buenos Aires una calurosa tarde de verano, el plan consistía en esperar, adentro del cine a dos muchachas, su casi novia y una amiga, el otro Arturo habría de hacerse cargo de la amiga. En efecto, así sucedió. Cuando apenas había anochecido y empezado la película llegaron las muchachas, olorosas, pelo húmedo, recién bañadas. Arturo hizo las presentaciones, el otro Arturo, del nerviosismo no escuchó bien el nombre de su acompañante, masculló el suyo y buscaron asientos.

La parejita se fue hasta atrás, al lado del proyector y sin esperar mucho empezaron los besos, caricias, risas ahogadas, mientras la otra pareja ni siquiera se hablaba. Finalmente, después de aclararse la voz y pasar saliva Arturo le preguntó su nombre –Marbella- le dijo y ella puso su mano encima de la suya, él la apretó sin hallar más que hacer. Algo hablaron, intrascendencias. Ella era notoriamente mayor, quizás más de dieciocho años, morena, robusta, nalgona; de manos toscas, fuertes. Cuando el cine se iluminaba con escenas claras, Arturo podía ver de reojo las facciones de Marbella. No era bonita, tampoco fea.

A media película ella pegó su cabeza en su cara, Arturo le pasó el brazo y se dieron un beso. Ya no hubo más palabras, beso y beso hasta que la película terminó. Ambas parejas se abrazaron y así salieron del cine y caminaron rumbo a la playa. Eran como las diez. Después de la terminal del ferry solo las luces serpenteantes del puerto iluminaban la zona. Pasaron El Selene y más allá, caminaron por la orilla, más lejos, más obscuro, hasta el lugar donde varan sus lanchas los pescadores de Las Barracas. Ni un alma.

El otro Arturo y su novia se acostaron en las famosas arenas negras, Arturo y Marbella se sentaron en una lancha. La noche había refrescado, el encendido de un cigarro iluminó la oscuridad. De pronto, Arturo y su novia ya no se veían, sus siluetas habían desaparecido y unos gritillos y sofocos se escucharon detrás de una lancha. Arturo y Marbella hicieron lo mismo. Entre beso y beso ella le empezó a quitar ropa, él se dejó hacer, ella tomó el mando con suavidad, lo guio en la dificultad de soltar el sostén, luego en tocar la desnudez. Absorto al momento, entre el temor y la audacia, la naturaleza hizo el resto. Hicieron el amor. Arturo tocó el cielo con las manos. Otro cigarro –como en las películas, como Bond, James Bond- Arturo y Marbella se quedaron un rato acostados en la lancha hasta que Arturo lo llamó. –Hay que madrugar, tocayo- le dijo. Emprendieron sonrientes, bromistas el regreso, dejaron a las muchachas cerca de su casa y agarraron para Ranchería contándose en el camino, felices, contentos, la aventura amorosa que acababan de pasar. Una tarde cualquiera ingresó al cine como un muchacho imberbe, volvía de la playa como un hombre.

Arturo no pudo ni dormir, sentía que estaba enamorado. El olor de Marbella seguía presente, el exquisito olor de una hembra que nunca olvidaría. No podía esperar al otro día para contar a sus amigos la hombrada de anoche, no lo podrían creer. La de envidias que provocaría con la historia y sus respectivas exageraciones, toda una tradición machista, después lo sabría.

Los siguientes días, Arturo era otro. Caminaba más erguido, más resuelto, más seguro. Había entrado al club de los grandes, los pisteadores, los bailadores, los que se juntan con los de tercero. Coqueteaba con atrevimiento; sentía que las mujeres lo veían diferente, ya no era el chiquillo bien portado, pelo relamido, simplón, medio payaso. Tenía un aire ausente, estudiado, formal. Miraba por encima del hombro a sus compañeros de clase. La causaban una risa condescendiente sus compañeros, chiquillos inexpertos, puñeteros, ignorantes de las cosas de la vida.

Tenía tantas ganas de ver a Marbella pero no quería que su tocayo notara sus prisas, su impaciencia, trataba de mantenerse sosegado, como si el asunto no tuviera la mayor importancia. Fue a mitad de semana que Arturo le confió la otra correría que estaba planeando, un viaje a San Lucas, “vamos, para que me ayudes con la tuerta”- dijo.

¿A quién se refería? ¿Había escuchado bien? En las escasas palabras que cruzó con Marbella, Arturo sabía que trabajaba en el mercado municipal, que tenía, en efecto diecinueve años, que vivía con su tío a quien le ayudaba en el negocio. Al otro día se propuso montar una guardia para espiarla. Desde los tacos del Toca se podía ver bien la carnicería del tío. Allí estaba Marbella en la caja, con el cabello quebrado siempre echado hacia adelante, se  movía con especial gracia, la parte izquierda de su cara estaba siempre cubierta. No podía ver detalles desde su puesto de observación.

Se acercó demasiado, ella lo vio, le sonrió. Arturo miró el perfil derecho, no encontró nada pero en el izquierdo encontró aquella noche oscura, veraniega, memorable. Fue su primera vez, ella ya había perdido la cuenta.