LA MOTOCICLETA Y EL PAJARO
Eran las 5 de la mañana y el ruido de la moto con el escape abierto era espantoso, podrías tener el sueño pesado como un plomo pero te despertaba, ponía en vigilia al más desvelado y estremecía a los que despiertos y levantados iban rumbo a la cama como los mineros del turno nocturno o las enfermeras, los veladores o las meretrices que terminaban sus labores. Era odioso para todos los que entrábamos a las siete de la mañana a la escuela secundaria. Salíamos de las casas casi al mismo tiempo y formábamos grupos que nos incorporábamos a El Chorizo, el largo boulevard que recorríamos, aun somnolientos y aletargados para llegar a la escuela. El tema era el ruidajo infame de la moto de El Pájaro que nos robaba, al menos una hora de sueño.
No había defensa contra el ruido, ni tapones en los oídos ni almohadas extra, ni puertas herméticas, aun en el invierno cuando dormíamos dentro de las casas el ruido hacía que vibraran las paredes como un pequeño movimiento telúrico; en el verano, cuando casi todos dormíamos en el corredor para ahorrar electricidad, quedábamos a merced del espantoso ruido que taladraba los tímpanos y los conductos auditivos. Aunque no todos rechazaban el escándalos que montaba El Pájaro cada mañana, mi abuela, por ejemplo, así como los padres que desde hacía un año se ahorraban la tarea de despertar a un adolescente dormilón para que fuera a la escuela. El Pájaro era un valioso aliado.
Desde entonces la puntualidad y la asistencia mejoraron en la secundaria Manuel F. Montoya, tanto que recibió un galardón y las felicitaciones del señor Secretario de Educación y conminó a los estudiantes a seguir con la misma actitud de entusiasmo por el aprendizaje y amor a los saberes escolares. Los estudiantes murmuraban en secreto que el premio tendría que ser para El Pájaro que era el culpable de nuestra renovada e involuntaria puntualidad.
Exactamente al 10 minutos para las cinco prendía la moto, casi siempre en tres, cuatro y hasta cinco intentos, una vez que arrancaba la mantenía prendida unos cinco a diez minutos, eran esos momentos en que todos despertábamos, que hacíamos el inútil intento de cubrirnos con la almohada o hacernos bola en las cobijas. Nada funcionaba. Cuando ya estábamos de pie, la moto subía el volumen del ruido porque aceleraba entonces el ruido de la moto se diseminaba por todo Ranchería que estaba situada entre dos cerros –que formaban el Arroyo de Providencia- tales prominencias servían de caja de resonancia al sonido que tomaba la dirección de El Chorizo hasta llegar al Pozo y de ahí por la calle del arroyo hasta la calle Playa, donde estaba el laboratorio de minerales de la compañía minera de Santa Rosalía.
La Yamaha 350 se la compró a un vecino que la trajo de Tijuana, apenas el chamaco la tomó y tuvo un accidente que le quebró varios huesos y lo mantuvo en el hospital por meses, la moto también sufrió daños, especialmente en el escape. No encontraron refacciones así que el escape quedó abierto y sin nada que hacer.
El Pájaro tendría unos veinte años, una vida dedicada a la poesía. Lo suyo era la declamación que la practicaba como nadie. Había ganado premios estatales con esa voz prodigiosa y un gran sentido histriónico. Soñaba con grabar un disco y declamar en grandes escenarios como Alán Gorozave, su modelo. Tenía todos los discos de José Antonio Cosío y de Manuel Bernal y un librero con los grandes poetas universales, sus preferidos García Lorca, Antonio Machado y Federico Galaz, un poeta del lugar. Todos los días declamaba sus poemas –frente al espejo- con profundo respeto como si fueran rezos, seguramente era su manera de orar. Obviamente tenía un rico léxico que lo diferenciaba de la gran mayoría, algunos simplemente no le entendían. Era notoria su presencia, en cuanto hablaba llamaba la atención la perfección en la dicción, la profundidad de la voz, la modulación correcta. Parecía un místico, hablaba poco, rara vez confraternizaba, tenía escasas amistades y con el ruido de la moto se había ganado la animadversión de sus vecinos, quizás de todo Ranchería.
Serían la fuerza de los deseos, sería el destino o la carga de un mal día, cuando después de despertar a todo el barrio, como todos los días, un dompe, un camión de volteo salió de la bocacalle sin hacer alto, la distancia era tan corta y la velocidad tanta, que nada pudo hacer El Pájaro, solo derrapar para no meterse debajo del armatoste, lo golpeó de lado, impactó contra la puerta y salió volando en dirección opuesta a la moto que atravesó el camión por debajo, para irse a estrellar en la banqueta y El Pajaro como un muñeco sin control cayó al otro lado de la calle, el impacto fue seco y fatal.
La noticia llegó inmediatamente a la escuela, El Pájaro estaba al borde de la muerte. Al otro día un silencio se extendía por todo Ranchería, la escuela volvió a registrar ausencia y retardos, además de un generalizado complejo de culpa por deseos cumplidos. El Pájaro milagrosamente sobrevivió, afortunadamente, la motocicleta, no.