Arturo Meza Osuna

La balada de Don Pablo L. Martínez y Pilar

Poca gente sabe que Don Pablo L. Martínez, antes  de ser el brillante historiador –que todos conocemos-  cuyos restos reposan en la Rotonda de los Sudcas Ilustres, fue un sencillo profesor de primaria en San Miguel de Comondú. Don Pablo, ya escribía dramatizaciones para niños y empezaba a colaborar en periódicos. Tenía inquietudes de historiador y mascullaba la escritura de la Historia de Baja California, Efemérides Californianas o la Guía Genealógica, ese estudio monumental del pasado familiar de los sudcalifornianos.

Además de hacer sus pininos en la escritura y de enseñar a los escolapios cuanto habría de enseñarles, Don Pablo, para efectos de esta historia, el joven Pablo –Pablo, a secas-  enamoróse de María del Pilar que también profesaba la enseñanza en la escuela del lugar. Apenas llegado al lugar, Pablo no tuvo más ojos que para María del Pilar que correspondía a ese bello espécimen que, años después Fernando Jordán, en El Otro México, habría de calificar como una auténtica hija de Shangri-La. Pablo no fue correspondido de inmediato, la bella María del Pilar no era presa fácil. Ni la inteligencia portentosa de Pablo, ni la cortesía, la delicadeza en el trato, ni sus dotes de orador apolíneo, ni el porte de catrín de lotería, ni sus buenas artes con la guitarra y el güiro, convencían a Pilar de abrir el pecho al desdichado Pablo que le recitaba –tiro por viaje- como trastornado, versos de Manuel Acuña y Amado Nervo, los estrellas poéticas del momento.

Pablo no cejó en su empeño, tenía que conquistar a La Pilar, sabía que lo  podía conseguir, mientras, alternaba sus dos grandes pasiones: la escritura y Pilar. Usó todas sus cualidades –que, como ya hemos visto, no eran pocas- usó estratagemas al límite de la audacia, cortejóla hasta la imprudencia, pero un buen día, María del Pilar entregóse a los deliquios amorosos que Pablo, desde hacía tiempo, le proponía. La aquiescencia a los ruegos románticos de Pablo se hicieron costumbre. Los lugareños veían a Pablo todas las tardes, recorrer la calle principal ramos de flores en ristre, rumbo a la visita cotidiana. Oloroso, recién aseado, zapatos brillantes, bien peinado, pasaba Pablo bendito por el amor correspondido, lejos, muy lejos de convertirse en el viejo historiador de la luenga barba, fachada de agorero y gloria de Sudcalifornia, que años después sería.

Nadie dudaba en San Miguel, que pareja tan bien avenida, un día, sin más, terminaría en el altar y hacia allá, efectivamente se dirigían Pablo y Pilar porque un día de diciembre  de 1923 –a punto de cumplir 26 años – Pablo que no se hace a la idea de vivir sin ella, después de dar un rodeo y otro y otro, decidió pedirla en matrimonio. México se convulsionaba con el asesinato de Pancho Villa; Primo de Rivera daba un golpe de estado en España, mientras en Alemania, aparecía un tal Adolfo Hitler exaltando la gloria de un supuesto Tercer Reich; la derecha mundial se recomponía, al tiempo que en la Unión Soviética, Joseph Stalin, muerto Lenin, tomaba el poder. Nada de esto ignora Pablo que posee una verdadera pasión por la historia…y por María del Pilar. Fue una cita formal, los padres de Pilar no estaban muy convencidos del partido, Pablo era un tanto raro: demasiada lectura, muchos libros, saberes e intereses, eran sospechosos, pero  a Pilar –que ya no era una jovencita-  podría quedar a vestir santos si no aprovechaba la ocasión. Cuando Pilar musitó el sí anhelado, como una explosión interior liberó la apretada sonrisa de Pablo que daba paso al júbilo que precede a la felicidad.

Los preparativos se iniciaron, en San Miguel no se hablaba de otra cosa, la noticia pasó muy temprano, al otro día por los palmares y el riachuelo hasta San José. Pablo llegó a la escuela sonriente, aliviado, esperó a la novia a la entrada de La escuela y parecía que ya no se separarían nunca más. No tenían más ojos que para sí mismos.

Pero Pablo mantenía un ojo al gato y otro al garabato pues, por la noche, desvelaba la pluma con pequeñas investigaciones acerca de las primeras familias que poblaron Baja California. Cuando podía se ausentaba de Comondú y viajaba a las misiones a revisar las fe de bautizos con los que elaboraba el árbol genealógico de los bajacalifornianos; escribía dramatizaciones didácticas, enviaba cartas, artículos periodísticos a los amigos y soñaba con fundar su propio periódico,  dedicarse, algún día, a menear la pluma para poner en letras ágata, sus vastos intereses en política, historia y cultura general. Investigaba y llenaba cuartillas, lo único que distraía a Pablo de su pasión por la escritura, era Pilar

La boda sería el Día de San Miguel. Nadie sabe en Comondú que sucedió, nadie sabe que llevó a María del Pilar a romper el compromiso. Era un día gris que presagiaba el inicio de las equipatas, el cielo bajo y oscuro se estrelló contra las ilusiones de Pablo que no podía creer lo que escuchaba. No habría boda, casi vestido y alborotado Pablo L. Martínez sintió que no había más vida sin Pilar, olvidó por unos instantes su gran cometido en la vida: contar la historia de Baja California y no encontró más respuesta al desencanto, que una profunda melancolía que lo llevó, como un autómata, por un estrecho sendero a las inmediaciones de la huerta escolar. No habló con nadie, no miró hacia atrás. Pasó una cuerda de ixtle por el brazo más alto de una gran higuera, rodeó su cuello con un lazo que aseguró con un fuerte jalón y cuando estaba a punto de dejarse caer para cortar todo nexo con la vida, apareció un alumno que vio horrorizado las trigueñas intenciones de su profesor, avisó al resto de los docentes que acudieron de inmediato y evitaron se culminara la tragedia. Otros dicen, que el tronco de la higuera se rompió; otros, que fue una puesta en escena con el avieso propósito de transferir culpas y pesares a Pilar.

Gracias a esa intervención, pudimos gozar de La Historia de Baja California, de La Guía Genealógica, de Efemérides Californianas, de cientos de artículos que escribió Don Pablo L. Martínez en los periódicos, de apasionadas polémicas contra Don Manuel Torre Iglesias, entre otros. De ese viejo iluminado que mi generación apenas recuerda como un profeta bíblico, de voz tronante y dedo flamígero; vehemente tanto en el amor a la historia de su tierra como a la mujer, cuyos encantos, por poco, nos deja sin un residente de la Rotonda de los Sudcalifornianos Ilustres.