DR. GARCIA DÍAZ

Uno de mis mejores maestros fue el Dr. Héctor García Díaz quien se me atravesó en el Internado de Pregrado que realicé en Cd. Mante, Tamaulipas. Era alto, arriba de 1.80, andaría por los 100 kilos, hombre maduro, moreno, bigotito recortado, cara redonda, pelo corto tipo militar y ojos furibundos. Bata blanca institucional, siempre abierta. Cojeaba de la pierna izquierda, su caminar era un sube y baja como su carácter disparejo, ambiguo, bipolar. Quizás esa tara, ese defecto, lo marcó para siempre. Tenía un carácter de la chingada cuando operaba, si la cirugía se complicaba, peor, la agarraba contra todo el mundo y armaba, frecuentemente, episodios caóticos en el quirófano

Era malo como cirujano, casi toda la cirugía, por más sencilla que fuera, se le complicaba y cuando esto sucedía empezaba a tirar instrumentos, a regañar al ayudante, a la instrumentista, a dar órdenes contradictorias -¡jálale que no veo nada! ¡no le jales, con una chingada, Meza! –agarra esa pinza, que sueltes la puta pinza- -cuídeme el hilo, que dejes ese pinche hilo ¡no lo toques! ¡Ténsame el pinche hilo!- repartía culpas y a los ayudantes nos trataba con la punta del pie, grosero, malcriado, culero. Tanto que los veinte y tantos internos de pregrado, un día nos juntamos y decidimos enviarle un oficio al director del hospital donde nos negábamos a entrar a cirugía con el Dr. García Díaz. El director lo entendió, conocía muy bien al cirujano y desde entonces, a todas horas me correteaba para que le ayudara. La cirugía era mi debilidad y García Díaz sería lo que fuera pero me dejaba hacer mis nuditos, mis suturas y me encantaba.

La verdad es que sí, en efecto, me pegaba mis regañadas, insultaba y zurraba pero luego, en el vestidor, cuando ya había pasado todo, se sinceraba y se disculpaba –si acaso te ofendí- Era todo un espectáculo ver operar con dificultades a García Díaz, pujaba, se desesperaba, gritaba, pedía una pinza, pedía otra, ninguna le servía, se quejaba de los ayudantes –no me ayudas, Meza- -¡con una chingada, Meza, no me dejas ver! ¡Quita la puta cabeza! ¡Estás dormido! ¡Qué chingados tienes?. La pinza no agarraba, el bisturí no cortaba, el separador no separaba. Era bastante torpe, hacer un nudo se le complicaba, se le enredaba la sutura, rompía el hilo, se picaba con la aguja y empezaban las mentadas y siempre, la culpa a los demás. Eran actitudes infantiles, parecía chamaco caprichoso, malcriado en medio de una pataleta.

Era tan pueril que alguna vez, entramos a la Terapia Intensiva a ver a un paciente operado, lo revisamos, medimos el gasto de los drenes, de las sondas, la herida, cambiamos gasas, revisamos “la sábana” de registros de enfermería, escribimos las nuevas indicaciones, una vez que terminamos, a la salida, cuando ya abría la puerta para salir, otro paciente con traumatismo craneoencefálico en un accidente de tráfico: confuso, desorientado, delirante, mirada perdida, enyesado de las dos piernas, con vendaje en capelina, cara inflamada, quizás aún bajo el influjo de drogas y alcohol, alzó la cabeza y nos espetó, clarito – ¡Chinguen a su madre! – García Díaz,  estaba por salir de la sala, lo esperaba con la puerta abierta pero se detuvo, se regresó, localizó al paciente, se plantó frente a su cama y con toda el alma se la regresó – ¡Chinga la Tuya, pendejo!- me miró satisfecho. No le entendí.

Me encantaba la cirugía y me le pegué. Fue un acierto, jamás volví a tener un maestro que reflejara tan bien el proceso de enseñanza – aprendizaje. Buena parte de lo que no se debe hacer, de cómo no debes de ser, se lo aprendí a García Díaz. Un excelente manual de antiética.

Mis compañeros me agarraban a carrilla, me decían “El hijo de García Díaz”, que hasta cojeaba igual –les respondía que era para agarrar el ritmo al caminar, para estar sintonizados-

Cuando terminé el año de internado, le di las gracias por todo lo que me enseñó. Fue conmovedor. – Nunca ningún interno de pregrado me había dado las gracias- Fue tan conmovedor que ya no tuve corazón para expresarle la verdad. Me había enseñado la parte oscura, como no habría de ser, como no conducirse, a entender las limitaciones propias, las consideraciones a los demás, el respeto a quienes se ponen en nuestras manos, el trabajo en equipo. Enseñanzas invaluables que no siempre se reconocen.

Cada vez que opero, que estoy en dificultades, a punto de perder la calma, me recuerdo de mi maestro García Díaz y doy gracias por sus valiosas enseñanzas