DON JESÚS RAMOS UN 20 DE NOVIEMBRE
Eran los tiempos del nacionalismo revolucionario, el partido único, el de las mayorías presumía su origen revolucionario de tal manera que el 20 de noviembre era una fecha capital en el calendario patriótico, a la altura de la Independencia, de la expropiación petrolera. La Revolución Mexicana tenía su prestigio –no como ahora- las ideas, las obras y realizaciones del gobierno –se decía- “emanaban de la revolución” y mientras a unos les hacía justicia la mentada revolución y a otros, no, la fecha se consideraba importantísima y se hacían programas que incluían desfile, competencias deportivas, banquetes políticos, bailes y discurso del gobernador, alcalde, o delegado, según el caso.
En San Ignacio no había luz eléctrica aún a finales de los sesentas, solo en contadas ocasiones se echaba a volar un motor de gasolina que estaba conectado a un sistema de alumbrado de la plaza pública y se usaba en las fiestas patrias –Independencia, Revolución, Expropiación-, en los días de San Ignacio, Día de las madres, en el baile de año nuevo o cuando aparecía por ahí algún dignatario digno de tales honores como el gobernador o el Señor Obispo. El motorcito, por lo tanto, tenía poco uso pero echarlo a andar era una lata. Los policías encargados del funcionamiento tardaban horas en el esfuerzo de jalar con fuerte impulso la correa que se enrollaba en la polea y cuando no era el carburador eran las bujías o vaya a saber que desperfecto retrasaba la prendida del motor que acumulaba, en la medida del retraso, mirones críticos que empezaban a opinar, sin clemencia, hipótesis y teorías acerca de las razones por las que no prendía el motor.
Cuando por fin lo hacía, apenas tomaba una cuantas revoluciones se apagaba y así cada vez duraba más prendido antes de apagarse hasta que agarraba su paso parejo y se hacía la luz en la plaza de San Ignacio. Era maravilloso el alumbrado, todo brillaba, se ampliaba la vista, los objetos se hacían visibles, acostumbrados a las tinieblas de las lámparas de petróleo o tractolina, las cosas tomaban tonalidades diferentes aunque fuera en el pequeño cuadrado de la plaza, algo que alegraba el alma y daba a la población sentido de comunidad, puesto que había alumbrado eléctrico cuando se requería la presencia de todo el pueblo, como era, por ejemplo, el homenaje a los héroes de la Revolución Mexicana.
Todo estaba dispuesto, el motor se había prendido, no sin dificultades, tanto que hubo junta de mecánicos y ahí estuvieron Plácido y Gonzalo Villavicencio, El Beby Floriani y hasta Frank Fischer haciendo maniobras hasta que un poco antes del crepúsculo descifraron el acertijo del armatoste y la luz se hizo; la gente se desprendía de los barrios más alejados y de las rancherías, estimulados más por el baile que por el día patrio; la Orquesta del Pueblo ya afinaban con La Cucaracha, La Valentina, La Rielera o Siete Leguas –el caballo que Villa más estimaba- y los señores tomaban camino de la esquina de Domingo Mayoral donde se colocaba la venta de cerveza. Las muchachas, los muchachos intercambiaban miradas sugerentes en cada vuelta a la plazuela mientras las parejitas calientillas se arrinconaban en lo oscurito. Los del Comité de Mejoras Materiales –responsables de la organización- terminaban de colocar los focos fundidos del circuito, daban los últimos retoques de papel de china verde, blanco y rojo y alistaban los distintivos para cobrar a los bailadores.
El delegado municipal bien ajuareado repasaba el discurso acompañado de su esposa que lucía sus mejores garras e hijos bien peinados que subirían al estrado, junto al prócer, para recordarnos que gracias a la Revolución Mexicana –y al PRI-, México gozaba de prosperidad y paz social, mientras el motorcito –a duras penas- mantenía la brillantez aunque por momentos, bajaba el ritmo, desfallecía y la opacidad hacía guiños para luego –con vergüenza nacional- triunfar con enjundia sobre las tinieblas bajo la mirada nerviosa y atenta de Ramón, el policía, responsable de mantener funcionando –sin parar- el caprichoso aparato.
Los festejos no daban para juegos pirotécnicos –casi desconocidos en aquellos lares- por lo que a Don Jesús Ramos, el telegrafista de San Ignacio de origen nayarita, llegado muy joven a Comondú donde casó con Rosita Verdugo, tuvo su prole y vivió toda su vida en San Ignacio se le ocurrió desempolvar su vieja pistola, producto de sus años mozos y sus antecedentes en aquellos peligrosos lugares de machos valientes de donde era originario pero que guardó para siempre cuando llegó a Sudcalifornia que gozaba de paz hasta el aburrimiento, esta vez pensaba disparar al aire en cuanto terminara el discurso y la orquesta tocara fanfarrias.
A los bailadores se les hacía larga la ceremonia y esperaban con ansias el fin de la alocución para entrarle con entusiasmo a los ritmos y la mexicana alegría. En el discurso, el delegado se dirigió al pueblo para recordarle la famosa paz social, los sacrificios de los héroes revolucionarios, el partido que surgió de la lucha armada y terminó: “… un partido fuerte cuyos principios revolucionarios son irrenunciables y habremos de llevar hasta las últimas consecuencias”, fue en ese momento de los aplausos que Don Jesús, con la pistola cargada tiró al aire, con tal tino que un proyectil –con tanto espacio y coincidir- coincidió, en efecto, con un alambre que salía directo del motorcito, cortó el circuito y la plaza se llenó de repente de una oscura oscuridad, se hicieron las tinieblas, el gozo se fue al pozo y no hubo ni electricista ni mecánico que arreglara, ese 20 de noviembre, la ocasional luz eléctrica de San Ignacio.