Ojos de madera, cuchillos de vidrio
Un cachanía que se precie de serlo, para destacar entre la masa, entre el resto de paisanos decidores, ha de esforzar su ingenio y sus neuronas. No basta exhibir el acta de nacimiento o decir a todos los vientos que se nació en Calle Ocho o en Ranchería, que vivió en La Nopalera, recorrió Mesa México, acarreó agua en palanca por los pedregales del Chorizo o, incluso, que alguna vez se atrevió a ventanear en un salón de baile de Mesa Francia.
No señor. Si actor, el cachanía debe ser hábil en la ciencia de la expresión corporal con gestos, ademanes siempre exagerados y grandilocuentes; si escritor, el cachano ha de perderle el miedo a las palabras para hacerlas chillar, y capturar la atención de los lectores con frases ásperas o suaves, tiernas hasta el borde mismo de lo cursi, o ríspidas hasta la frontera del insulto. Todo ello sin temor ni blandenguerías, que la crónica literaria da para todo y para todos.
Lo señalo aquí, porque un cachanía así es el que se muestra en las crónicas que se articulan en Ojos de madera, cuchillos de vidrio.
Desmadroso y atrevido, el cachano éste tripula el vehículo no siempre amargo de la nostalgia –esa que semeja horizonte madrugal– para empujarnos al costal de las recordaciones.
Pero es que ¿hace falta ser rosalío para caer en la trampa anímica que tiende a los lectores el Bobby con sus atmósferas?, me pregunté en las páginas primeras.
Enganchado ya en la lectura pude responder que no, que los fantasmas transparentes, las espectrales apariciones que flotan en los callejones estrechos de este Comala minero son tan universales y plenos de credibilidad como los de Macondo; que cualquiera entiende, goza o sufre las visiones de este Virgilio chollero que nos guía por los pedregales, las callejas, las jedentinas, los entresuelos, la promiscuidad y el calor de un pueblo minero de excepción.
Los ojos de madera del asombro son los del viejo al que asaltan sus demonios mientras recorre y contempla dolorido los cambios dañosos que la modernidad y la incuria han propiciado en su pueblo.
Combate de contrarios, las crónicas establecen una tensión continua entre vidrieras y tablas, entre avangarde y tradición, que enfrentan proyectos de vida y dolores de ausencia.
Los quereres de este cronista huelen a grasa de donque y a femenina entrepierna; van de la caricia al chingadazo; navegan entre la huelga reivindicatoria de una clase obrera olvidada, rechazada por la Historia oficial, y el baile calenturiento del salón de fiestas en la mítica-mística Progreso.
Hay tanto que contar, que los recuerdos se le atropellan y amazacotan en los sentidos: olores minerales del chute y de ese birote recién salido de una panadería que presume de calentar hornos desde finales del siglo antepasado; sabores de caguama en greña sacada del mero carapacho de la golfina para abastecer el taco calientito, chorreante; tacto húmedo de cervezas heladas que brotan mágicas de las hieleras del Lito; sonidos del silbato de la oscura fundición y de la locomotora de vía angosta que viene traqueteando, machacando rieles brillosos desde Lucifer, para anunciar a quien se tope, que este pueblo es de mineros y obreros industriales, tan explotados y sufridos como sus pares en Francia o Alemania, pero acá con salarios más pinches, todavía.
Hay tanta tela para el corte y la confección del traje de aquella Cachanía, que no faltarán los villamelones que se apunten para intentar borrarle las planas al Bobby con memorias que recuerden refinamientos, boato, champaña, corsetería sedosa del pretaporté en aquella época dorada, airecillos juguetones de acordeón y guturaciones de un idioma elegante y refinado que salía de las casas tan monas y pintiparadas de la Mesa Francia, donde las pieles doradas y los apellidos de aguda acentuación daban lustre y glamour a esta península reseca, polvorienta, infecta, macuarra, tan diferente al aire majestuoso –diríase que hasta elegante– que fluye por los Campos Elíseos y por Versalles, por los castillos brumosos de la Bretaña o por las playas coloridas del Mediterráneo, allá en la lejana, admirada patria matrona.
Esta Rosalía de las crónicas tiene poco de santa y mucho de terrenal. El Bobby nos mete en sus recuerdos para desmitificar los sueños afrancesados de algunos de sus paisanos y vagar por aquellas calles de suelo duro, regadas con agua de mar para exorcizar pestilencias, apaciguar polvaredas y arropar con humedades salinas estas tardes bochornosas en las que flotan los más espesos sopores del verano golfino.
¿Cuánto queda de aquella comunidad impar, en la que convivieron alemanes, franceses, ingleses, escoceses, finlandeses, españoles –a veces sin rozarse– con chinos, yaquis, árabes, mayos y otros mexicanos sudcalifornianos y de la contracosta? Quedan algunos apellidos, alguna sangre, una receta, algunas costumbres… Y queda, sobre todo, un modo de ser, de ver, de regodearse con y de vivir la atmósfera común; atmósfera que este cronista acucioso guardó en su espíritu durante casi ocho décadas para regalárnosla hoy –con todo y sus espectros– en este libro. Alabado sea.
Texto leido en la presentación del libro en el ágora de La Paz