De trumpadas y gringaderas

La collita que amaneció soplando con rencor sobre los lomos del puerto trae al infelizaje juido y medio atontejado. Los soplos gélidos del noroeste hacen que la tribu busque sitios adecuados para filosofar y beber, enfrentando de paso el clima político adverso, que tiene a los isleños de capa caída, agorzomados, entumidos, laxos y con escasa vena para el regocijo. ¿Y qué mejor lugar para todo este quehacer que Los 7 Pilares?

Allí están pues, El Parara, Carambuyo Bill, La Doñita, El Bolas, El Juntabotes y el resto de la cofradía de rufianes insulares, cuando un gringo larguirucho, fachadiento, con chores cortos –pero largos— camiseta raída de los Rolling Stones, sombrero de palma raído y lamparudo de tanto sudor, calzando guaraches de llanta, entra saleroso al ágora de los sin tierra ni segunda camisa.

–¿Quihubo, palomilla? –dice con clavado acento todosanteño— Vine a saludarlos, pero sobre todo a decirles que los gringos de por acá no semos con Trump. Que ese pinchi güero no nos representa ni tantito así, por viediós. La mayoría de los gringos votamos en su contra, pero el cabrón sistema lo eligió presidente, y ai está, en la Casa Blanca, diciendo y haciendo pendejadas todos los días… Pero nosotros –por esta crucecita—no lo apoyamos en nadita. ¿Me creen, palomilla?

La perrada se ha quedado sorprendeja ante la irrupción del gabacho. Todos voltean a verse las jetas, como esperando que alguno de los pilareños responda a la inquietud de este curioso ejemplar de gringo pericú. El Parara –guardián de la tradición del clan—le dice:

–Te creemos, compa. Pero también le creemos al mentado Trump. Él representa el sentir de cuando menos la mitad de los habitantes del imperio en que naciste, pero ya se nos había olvidado. Vamos a tener que estar más pendientes de ese modito cabrón que tiene aquel gobierno y su Destino Manifiesto.

–¿Y eso, qué es? –quiere saber El Bolas, joven curioso de El Calandrio y orgullo de su universidá.

–Es el destino que su dios fijó a los estadunidenses (paisanos de aquí nuestro compa), y que consiste en avanzar desde el Atlántico al Pacífico (y más allá), atropellando al que se les atraviese e imponiendo su estilo de vida y sus modos –aclara Carambuyo Bill, hombre de fronteras, viajero contumaz y poeta en los ratos que el trago le deja libres–. Pero dice bien El Parara: ya lo habíamos olvidado (noblotes que somos). Su campeón Trump ha llegado a la Casa Blanca para recordárnoslo y asumir el papel que tanto aman los blancos supremacistas. Han empezado a retomar su supuesto destino tratando de “limpiar” la frontera sur que ellos nos establecieron siglos atrás.

–¿Y no irán a querer invadir esta isla? –reflexiona en voz alta La Doñita, ama de casa alivianada de esas que hay.

–No lo necesitan—afirma El Juntabotes, hombre de negocios que cotiza en Wall Street–. Ya han adquirido los ranchos que rodean a Cabo San Lucas, San José y Santiago. Se están comiendo a Todos Santos; en La Paz, una gringa billetuda compra predios en el Centro, a lo bestia; gringos son los dueños de Los Barriles y ellos andan comprando La Ribera y el mentado Cabo del Este; la Bahía Concepción completita es de ellos, como Mulegé pueblo… Ya nos tienen en la bolsa, Doñita. ¿Para qué gastarían parque en una invasión militar?

Las cuentas que El Juntabotes hace al infelizaje porteño caen como grandes piedras sobre los lomos de todos. Nadie puja. Todos beben en silencio, escuchando el rumor de la colla que sopla inmisericorde sobre la techumbre algo desgalichada y mustia de Los 7 Pilares, altar báquico (hoy tétrico) que ha visto y vivido mejores tiempos.

El gringo-pericú que introdujo el bochornoso tema desapareció. Salió espichadito, sin ser notado. No ha vuelto.