De renombres, muertos y sueños

El Viejo Chamán yaqui está medio enyagualado en su tronco de colorín, al fondo de la ramada que todo mundo –en el puerto, la isla, el golfo, la mar y el planeta– conoce como Los 7 pilares, democrático altar de reflexión y tragos en el que sólo está prohibido prohibir. Con la cara de palo de siempre, el anciano que fue rastreador del padrecito Salvatierra y combatió en guerras napoleónicas, según afirma cuando está de vena y medio lurio, trae ahora ganas de platicar:

–Buceé de cabeza una que otra conchaperla en esa ensenada, cómo no. Cuando se acabaron los placeres por una mortandad que hubo, también pesqué tiburón y caguama con fisga de lengueta, porque había tanto animalero aboyado que no necesitaba uno otros artes de pesca. Era cosa de seguir a remo los negros machetes de los tiburones que surcaban las aguas o los carapachos de las golfinas y, desde la proita del chalupín… ¡vámonos! dejarles ir el pesado arpón sobre los lomos para cordelearlos un rato con piolas renegridas de algodón torcido. Era la Ensenada de Muertos, adelantito de Punta Arenas y la Cueva del león. Me dicen que ya no es la Ensenada de Muertos, sino la Península de los Sueños. Puta habrá sido la madre que parió a estos gringos que cambian a su antojo los nombres de nuestros lugares. ¿Será que ya no son nuestros? Por ai le da a la paisanada: venden la tierra para que los gringos construyan hotelotes en ellas y contraten luego a nuestros chamacos para que atiendan a los turistas, y a las muchachas para que los acompañen y sirvan. No es buen negocio, creo yo. De paso, nos quitan también los nombres, tan sonadores como han sido siempre: Los Bebelamas, isla Danzantes, Canipolé, Punta Abreojos, Eureka, Tamales, Paso Iritú, Caduaño, Pilares y Gavilanes, El Infierno, Las Barrancas, Médano Amarillo, Datilar, laguna Ojo de Liebre, Monserrat, Comondú, Guerero Negro, Los Burros, La Soledad, El Güéribo, La Giganta, Agua de los Cochis, Palmarito, Palo Escopeta, Las Parritas, Bules, La Matanza, El Caracol, El Garechi, El Tecolote, Los Bueyes, El Quelele, Los Inocentes/

–Ya párele, Chamán, y regrese al tema –pide (con todo respeto) Carambuyo Bill, hombre de fronteras, aventurero y poeta de buen cuño en sus ratos libres

–. ¿Qué tiene contra los nuevos nombres? El idioma es un animal que se renueva y se retuerce y se nos pega en las entendederas para transformarse y seguir vivo.

–¿Estás de acuerdo, entonces, mijo, en que la isla de Cerralvo se llame ahora Jacques Cousteau? ¿Te gusta que Guerrero Negro deje ese nombre para llamarse Venustiano Carranza? La Ribera es un nombre antiguo… ¿No hay por allí ganas de llamarla Cabo Riviera?

–Visto el asunto de esa manera, pues no.

–Perdemos identidad, mijito, cuando dejamos que los gringos nos llamen Baja y nos capen, como al golfo, el hermoso y sonoro nombre de California, que lo quieren nomás para la Alta. No es correcto oponerse a la renovación que hacen las palabras de otras lenguas para enriquecernos, pero cambiarnos la historia imponiéndonos su voluntad, son ya actitudes intervencionistas y ganas de chingar, o cómo ven.

–¿ Y no perdemos identidad cuando venedemos la tierra en dólares o en euros… y hasta en yuanes? Pregunta retórico El Parara, guardián de la tradición insular y jefe de catarrines en el puerto. ¿Cómo quejarnos de avasallamientos externos cuando entregamos ranchos, playas, cañones y cerros al otro para que haga su voluntad? Debiéramos ser más valientes en la defensa de la sudcalifornidad/

–¿Aguantando el hambre, pariente? Interviene El Bolas, joven insidioso de El Calandrio y orgullo de su uni-versidá.

— Cuando vendes la tierra, mijito, –dice el anciano yaqui– pierdes el derecho de criticar a quienes la lastiman u ofenden. Tu deber como californio es poseerla para sembrarla, acicalarla, aprovechar sus oasis, rascarle las entrañas para sacarle sus riquezas sin agredir el entorno, cultivar animalitos en sus tierras y mares… y hasta vender el paisaje y sus bondades a los visitantes. Pero no la tierra, mijito; la tierra no. O cómo ven, camaraditas.

La tribu de matacuaces, teporochos, buscachambas, despedidos del Ayuntamiento y fauna que los acompaña nomás agachan la cerviz, pensativos, tristes ante el regaño amoroso del viejo chamán de la contracosta. O tal vez sólo meditan acerca de las reales intenciones de Cortés cuando desembarcó en esta bahía, o si el Cabo Fierro era valiente (como insinúa el corrido) o nomás un ocasionado, o… Todos beben de la forjada grupal, mientras el asunto se aclara. Qué ondas.