7 Pilares

De poesía y homenajes

Víctor: tendrás que agradecer al investigador aquí presente sus prolijos comentarios acerca de tu obra completa, pues revela aspectos jamás imaginados acerca de la intención y la carga filosófica contenida en tus textos.

Yo me hube quedado siempre, y nada más, con tu vena mordaz-malaleche y con tu espíritu de contradicción que sobrenadaba en un golfo de crítica ácida, características poco comunes en nuestro universo ombliguista, tan dado al halago, a la autocomplacencia.

Sequera advierte, por ejemplo, referencias a la latinidad como parte de nuestra sudcalifornidad en tu épica y celebrada Batalla de Los Divisaderos, referencias que otros asumíamos sólo como ingredientes de una sabrosa caricatura sobre nuestros políticos cerriles de ayer, tan dados al bombo y la solemnidad palaciega. (Por los políticos de hoy no preguntes).

En ocasiones, los exégetas penetran con sus luces la coraza del autor, para desnudarlo e iluminarnos. Por lo demás, habrás de convenir en que resultará muy elegante que incorporemos unas dosis de latinidad a nuestra mesteña sudcalifornidad, ese concepto tan traído a cuento como difícil de explicar.

Bancalari: como en La sombra del cuerpo del cochero, serás en este pretexto el personaje que observa el mundo exterior por las rendijas de la puerta del excusado rústico, cómo, en primer plano, una cochi (ceniza de tan flaca), empuja con el hocico una bellota que cayó del encino, como probando su consistencia antes de tomarla entre sus dientes poderosos para tronarla: crac.

Saltarás de esta imagen cercana, a otra lejana en la que yaces de costado en las arenas suaves de la costa golfina. Esperas la rosada aurora que –como en un canto de la Ilíada– ya se anuncia con sus suaves rayos para iluminar esta tierra, antípoda de Troya, sin dioses y sin héroes que entretejan el épico conflicto.

Tuviste que inventar la epopeya y los héroes en crónicas más cercanas a tu corazón de plebeyo y vago, aderezarlas con motivos locales pero con túnicas; con ejércitos mínimos pero lánguidos; con actitudes simplonas pero de profundis. Escribiste los grandes hechos de los hombrecitos que han marchado con sus huestes no muy numerosas por la página en blanco de la historieta sudcaliforniana de la Revolución.

Eres otra vez la sombra que escudriña desde los portillos de la letrina ranchera los afanes de la cerda. Y no. Ahora eres de nuevo el que de costado en las arenas de El sargento aguarda  a que el primer rayo de sol estalle sobre la cresta dentada y negra de Cerralvo. Te recuestas sobre la espalda y sacas el toque que forjaste anoche para este momento: antes que la luz solar rompa sobre la negra silueta de la isla, tú encenderás el carrujo. Desde una panga varada, a la derecha, un pescador habrá visto ese rostro iluminado por la llama del fósforo y habrá dicho: «De seguro ahí está El Poeta en lo suyo. A gusto».

Sí estás, cómo no. Aunque si alguien estuvo al margen de las reglas del Bando de Policía y Buen Gobierno, tú. Si alguno guardó fidelidad al espejo cotidiano de inconforme, tú. Quién otro. Ninguno más entre la raza de funámbulos-francotiradores tuvo tus alcances. Genio y desfiguros. Equilibrista en el filo del machete. Saltador con pirueta anexa sobre la flojísima cuerda del vacío existencial. Aventurero de largo aliento en los callejones de la cruda; explorador arrojado en las veredas de la congestión alcohólica; caminante osado en los viaductos del síncope, sin Seguro y sin Issste (qué chiste, ¿quién aspira a gurú de los malditos enfundado en chaleco blindado? No chinguen)

Te has sentado a capturar –como Ulises, como Aquiles– los rayos de la rosada Aurora mientras echas mano de la ampolla de vidrio opalescente para trasegar su amargor.

Avalaron tus devaneos literarios el buceo continuo y gozoso en el océano de los clásicos latinos y se antoja que también en Borges, en Rulfo… De dónde si no esas atmósferas de Comala y de barrio porteño. De dónde esos nombres sonoros con los que bautizaste a los antihéroes: Espíritu Castro, Heráclito Peña, Macedonio Manríquez, Isidro Miranda… Todos ellos en comunión con sus pares: Quinto Ennio, Tácito, Marco Fabio Quintiliano…

Si tu narrativa y tu crítica social suenan bien, tus poemas –ahora sí completos– no tienen madre en estos territorios: singulares, sintéticos, pulidos, tan cargados de imágenes y fuerza, que deslumbran.

Volvamos a la imagen aquella, en la que observas a la puerca en sus deliquios alimentarios mientras viajas a los universos de la imaginación en los que danzan febriles los poemas leídos, los cuentos en proceso, la germanofilia guerrera, los ensayos brevísimos, las máximas, los apuntes de novelas que son guiones, las maldades literarias a urdir, los comentarios agrios, los desdenes hacia el establecimiento…

Fue dura la faena ésta de lidiar con la imagen a la que te debías. Te sostuvo el talento. Quién más se atrevió a desdeñar las instituciones para luego ser homenajeado por éstas. Hay que morir, desde luego, para ello. Tú lo lograste.

Desde algún no lugar, una utopía; sin duda, sin dudas, sin aliento y (lástima) sin palabras… desnudo, desarmado, tienes que aguantar, bato, estos homenajes con los que se te re-conoce.

Como poeta malditón… Sin nada, Víctor, sin nada.

Texto leído en la presentación del libro de Antonio Sequera sobre Víctor Bancalari