De guaruras, gobernanzas y cebiche

Espichadito y manso, como perro regañado, el Bolas ingresa a Los 7 pilares para ubicarse a la diestra mano de la hielera madre, donde oficia el Ultramarinero, patrón de este antro de perdición y libertades varias.

— Se me hace que usted necesita un caldo fermentado al tiempo, amigo Bolas, — dice el oficiante luego de observarle la jeta estropeada, la nariz enrojecida, la oreja izquierda y el ojo del mismo lado tumefactos. Le destapa y forja la opalina con rapidez y se la tiende solidario– «La de la casa», advierte.

–¿Tuviste algún desencuentro con el novio de tu mujer, Bolitas?– pregunta insidioso Carambuyo Bill, con una sonriseta atravesada y fregativa.

— No. Fue con cuatro representantes de la ley y el orden, que cumplían con su deber– afirma el orgullo de su universidá–. Lo que pasa es que no supe leer los tiempos que corren en Palacio, y pues tuve que apechugar.

Intrigados, los miembros del infelizaje porteño que en esta mísera ramada buscan amparo de esta colla sopladora y moliente, hacen una pausa en sus libaciones para observar las magulladuras y escuchar la explicación que el Orgullo de El Calandrio va a darles, después de beber y eructar con ruido y exceso de aspavientos:

— Estaba de visita con los pescadores de Los Lobos en huelga, y pues me ofrecí a ser un amigable componedor en la bronquita que se traen con una empresa yanqui que los trae juidos: Tres santos se llama… ¿la conocen? Se les hizo fácil nombrarme su emisario ante el señor Gobernador. Me dieron un frasco de Necafé con cebiche de cochito para que se lo entregara en mano, muy encarecidamente, y lo invitara de su parte a que los visite allá en la playa, para que vea con sus propios ojos cómo está el asunto ése y cómo los gringos tresanteños les están quitando el derecho a la playa, cómo se jodieron el manglarcito y además les impiden salir a trabajar, entre otras lindezas. Ahí tienen ustedes que llego al Palacio muy tempranito al día siguiente con mi frasco de cebicehe en el sobaco y cuando quiero entrar a la oficina del gobernador, cuatro endividuos malencachados y malmodientos me caen encima y me quitan la encomienda aquella. Estoy por explicarles que es un cebichito que le mandan al Picore la palomilla de Los Lobos para que se lo botanee con cervecita, cuando uno de ellos me da un soplamocos entre gaznatada y aruñazo, por aquí así, diciéndome con voz de trueno que ¡cuaál Picore!, que ¡al Señor Gobernador se le respeta!, y es entonces cuando los otros tres grandullones me empiezan a aplicar sobre los lomos los conocimientos aprendidos en la Academia , con alegría y como si fuera manda. Si no ha sido porque la maestra Silvia –que por ai andaba casualmente– se interpuso cuando me pateaban en el suelo, mentándoles la madre, levantándome y escoltándome a la salida de Palacio, orita estuviera con el Misterio Público, rindiendo declaración y demás.  Eso fue lo que me pasó. ¿Cómo la ven? Cumplían con su deber, ¿no?

La tribu, la raza, la palomilla, la canalla, el infelizaje todo ve con lástima al Bolas, hombre sacrificado (que los hay) en aras de la amigable composición y de las buenas relaciones entre pescadores y empresas desarrolladoras. No faltará uno entre ellos que reflexione en voz alta acerca de lo qué habría sucedido con el emisario de los pescadores y su cebiche de cochito, si el gobernador hubiera sido Ángel César. Cuestión de estilos. Cuestión de tiempos.