De exilios imposibles

Un sudcaliforniano puesto en el trance de dejar de serlo, sufre horrores. Sea por desamor o por desempleo, la inminencia del exilio le hace adelantar dantescos escenarios. ¿Cómo podré vivir sin los rojos ocasos maleconeros y sin la caricia veraniega del Coromuel? se pregunta el paceño. Un cachanía extremoso (de esos que hay), se estrujará el espíritu ante un panorama sin conchas ni birotes ni arenas negras, y sin el ambiente festivo y mitotero de aquel pueblo vaquero y afrancesado jijuesumadre al que desde ese momento ha empezado ya a extrañar.

El vallenato que se precie, puesto frente al dilema de abandonar el polvo y los horizontes infinitos de Constitución e Insurgentes o la antigua tradición serrana de La Purísima y los Comondú, escogerá la permanencia en la heredad, sin duda alguna. Un loretano que pierde de vista La Giganta, lo pierde todo.

De igual manera, la sola posibilidad de no volver a sentir el viento frío que hasta ya cerca del mediodía ahuyenta la niebla en Guerrero Negro, o el rechinar de troncos de palmera y el reverbero del sol en las piedras volcánicas que circundan San Ignacio, engarrota el ánimo viajero de sus habitantes. Algunos nativos de Los Cabos, de los pocos que quedan, cuando están a punto de abandonar el solar, salen de sus casas y vagan por las calles de San Lucas o San José buscando un paisano entre los miles de turistas, braceros y vendedores de tiempos compartidos. Cuando lo encuentran, lo abrazan y platican largo rato intrascendencias para aterrizar en la nostalgia: ¿te acuerdas cuando aquí, mira, donde están ese property y ese attorney, íbamos a…? El encuentro renueva la querencia, hasta otro ataque de sentimiento de atraco e invasión, en el que los cabeños en vías de extinción volverán a buscar a sus pares, por esas calles que son otras y las mismas, pero ajenas.

Cualesquiera que sean los motivos que lo empujan al exilio: hambre, despecho amoroso, líos con el narco o malquerencia del régimen perredista, el sudcalifornio hace casi siempre de tripas corazón frente al destino y deshace maletas para quedarse aquí a hacer los huesos viejos del recuerdo, enamorado hasta el absurdo de una tierra árida y fea como el pecado de soberbia. Quién le manda.