De consejos y bote
El Bolas está esta noche de conjunciones astrales con ganas de platicar. Como pagaron en la Universidá, se siente magnánino y disparador, por lo que ordena con voz firme al Ultramarinero que extraiga ampollas opal minas de la hielera madre, las forje con la nota roja del periódico diario más circulador de la comarca, y las distribuya entre la perrada reunida en Los 7 Pilares. Con el infelizaje atendido, considera que puede contar con su atención y –como ya se ha dicho, tiene ganas de platicar–, lanza al ágora de los sin tierra ni tarjeta de crédito el siguiente rollo:
— Me dijo mi abuelo antes de dar el último resollido: «Pórtate bien: no robes, no ofendas, no le quites la vida a ningún ser viviente, sé honrado y –sobre todo– no sigas a pendejos… Pero, me advirtió, si por seguir a pendejos robas y ofendes, procura no caer al bote. Ahora que si caes, las frases de oro indispensables para sobrevivir en ese infierno serán: Con permiso, perdón, y gracias, le debo una». En diciendo esto, el abuelo murió. Nunca he olvidado aquel consejo, y por eso me porto más o menos bien; no robo ni he matado a nadie todavía. Lo que se dice honrao, ma o meno soy. He caído al bote, eso sí, por ofender la moral pública de nuestras Fuerzas Armadas haciendo cositas privadas que no se platican con mi novia, en la nochurnidad de la playa más cercana a nuestras urgencias, una noche caliente de un invierno parecido al actual, pero es que me resistí a la autoridá negándome a acompañar a los miembros de la Marina Armada de México a no sé dónde para no sé qué. Yo les argumenté que la noche estrellada, la playa solitaria y nuestras hormonas exigían rienda suelta, porque a nadie ofendíamos con nuestros quereres, y menos aún sin estábamos al amparo de los mangles. No pude convencerlos y pidiéndoles un tiro derecho me los jalé pal llano, no sin antes decirle a mi morra que en cuanto viera que se hacían los cabronazos se diera a la fuga en nuestra unidá. Fue así como ella se les peló mientras su rey, o sea yo, presentaba feroz resistencia a los uniformados (que –lo que seaecaquién– no usaron sus mosquetones, porque eran otras épocas, otras costumbres), hasta que me dejaron lila de tanto chingadazo. Cómo no, si eran tres contra uno. El caso es que –tras la madriza–, tuvieron a bien conducirme con gran gentileza a una comandancia y de allí me llevaron al bote grandote, donde imperan los capos y se hace su voluntá. A la llegadita me topé con chavalo de sudadera negra y gorra de beisbol de los Padres de San Diego, que me dijo: acompáñame, que el jefe quiere diversión. Y en diciendo tal, me señaló la ruta hacia una celda en la que un gordito con cara de pendejo me recibió con una sonrisa torcida. De modo que tú eres el famoso Bolas, orgullo de su Universidá y héroe de dos que tres batallas intelectuales en Los 7 pilares… afirmó, no preguntó. Pa servir a su mercé, le dije yo, cauteloso, recordando los consejos del abuelo. A ver, me dijo, cuéntame algo. Como de qué, me defendí. De lo que hacen o dicen tus compas en ese altar de libaciones y mitotes al que llaman Los 7 pilares. Hacemos poco, pero decimos de todo, le dije, sobre todo después de trasegar una docena de forjadas. Los que más dicen son el Parara y el Viejo Chamán yaqui; uno es el guardián de las tradiciones de la isla, el otro ha vivido tantísimos años y en tantos lugares del planeta que nunca se le acaba el material con el que teje sus historias.
Hemos aprendido más acerca de la conquista de la California, de las revoluciones francesa, mexicana y rusa en las crónicas que el Viejo nos hace, que en los libros de Historia, según nos dijo un día Nacho del Río, de visita en el aguaje. Porque las historias del Chamán yaqui tienen el punto de vista de la raza, del infelizaje que suda y chambea, y no la visión de los poderosos, que es la que queda registrada en los libros, nos esplicó Del Río, que esa noche andaba platicador.
Como el Bolas se queda callado, alguien entre la raza le pide un colofón acerca de su caída al bote y cómo logró quitarse de encima al capo que queria con él divertirse.
–Como en Las mil noches y una noche, le conté al hombre aquél un rollo cada día, hasta que se hartó de mis pendejadas (que no tenían el sabor de los relatos del Chamán) y ordenó que el alcaide de la prisión me diera la libertad, y colorín.
La tribu completa se le queda viendo al Bolas con ojos inexpresivos y luego cada uno bebe de su forjada en silencio, como si meditaran en los peligros de caer al bote siendo pobre y no-culpable, porque inocente está difícil.