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7 Pilares / El general en su Barataria

Juan Melgar

Hay un personaje mítico en esta isla llamada California, creado por la imaginación, las medias verdades que levanta a su paso, breve, por estos territorios. Pregúntele a los californios nacidos a la mitad del siglo anterior acerca de este hombre, y todos (o casi) hablarán de él en tono elogioso: un hombre inteligente, preocupado por el desarrollo de la cultura, honrado, firme en sus decisiones, que se quedó a milímetros de ocupar la silla presidencial… y muy enamorado.

         La fama, buena o mala, la tejen y proyectan los hombres públicos con su accionar. El general Francisco J. Múgica parece ser, en el panteón histórico sudcaliforniano, uno de los que no tienen tacha evidente. Dada la pobreza existente en ese ramo en el México actual, el hecho no puede menos que sorprender.

         Pero hay otro mito contenido en el mito: por la cercanía de aquella vida en el tiempo y por la escasa población territorial , la vida privada de los políticos no lo era tanto. Así, todo mundo sabía que el general era buenagente, que trataba a sus gobernados con equidad; que era sobrio y educado (pese a ser militar parido por una revolución armada) y, algo extraordinario por la lejanía de esta isla, un hombre (todo mundo lo sabe), que estuvo a un tris de suceder a Lázaro Cárdenas en Palacio; pero la guerra cristera; pero la guerra mundial que se iniciaba; pero los tres mil kilómetros de una frontera difícil; pero la necesidad de tranquilizar a los vecinos; pero… Eso todo mundo lo sabe, aunque jamás ese ubicuo todo mundo se haya dado a investigar las pruebas documentales que den soporte al hecho.

         Francisco J. Múgica es un personaje atractivo que andaba por estas resequedades en busca de autor, y parece haber encontrado al biógrafo en el investigador Juan Cuauhtémoc Murillo, un licenciado en Historia que aborda, documentos en mano, la fracción sudcaliforniana en la historia de este revolucionario triunfante, redactor muy principal de la Constitución del 17, que debió sufrir su Santa Elena en esta isla cuando hubo de reconocer que “las tendencias al interior del Partido no le favorecían”, pues se habían volcado por Ávila Camacho, su adversario. Con la ironía de esa frase como epitafio, el investigador nos recuerda los modos, las maneras sibilinas que rodeaban la transmisión del poder presidencial en aquellos años. El Señor Presidente, el compañero de armas, el camarada ideológico, el amigo fraterno había inclinado su balanza en favor de su adversario, porque el futuro de la nación así lo reclamaba, o tal vez por razones menos elevadas y más mezquinas. Quién sabe.

         El caso es que aquí nos llegó el general Francisco J. Múgica como gobernador del Territorio Sur de la Baja California, a proteger los intereses geopolíticos de una nación en trance de guerra; “exiliado”, diría la mitología regional.

         En los sesenta documentos (de los quizá miles escritos por Múgica), que el historiador selecciona para este volumen, la ritualidad, las formas del lenguaje elegante no alcanzan a disfrazar el sufrimiento de un hombre inteligente y culto que debe pedirle presupuestos a un adversario (“fino amigo”) Para desarrollar un territorio abandonado y lleno de carencias. Ante las negativas y el desdén del Señor Presidente, hay momentos de desánimo evidente en esta frase: “Qué inútil es mi estancia en este gobierno”.

Pero no lo fue, qué va. Si de algo pueden enorgullecerse los californios del sur es que tuvieron como gobernador a un liberal inteligente, que fue retratado por el general Cárdenas en sus memorias como un visionario educador, de indiscutible honradez y actitud combativa frente a la labor del clero, que habrían hecho de él a un buen gobernante nacional, pero al que las circunstancias del país no le fueron propicias. Qué tal. ¿Qué circunstancias? Fue señalado al inicio: todo mundo lo sabe. Todo mundo.

         El general Francisco J. Múgica en BCS 1939-1946,  libro que reproduce alguna correspondencia escrita del gobernador Mújica al presidente Ávila Camacho, verdaderas rogativas a un ejecutivo insensible, que no cumple promesas, que no contesta siquiera el correo.

         Para quienes soñamos con la posibilidad de haber vivido las delicias de esta tierra virginal en los años 30 y 40 del siglo anterior, Murillo nos descorre el velo del ensueño mítico de esta isla paradisíaca cercana al Paraíso, para mostrarnos la fría verdad: éramos una población anémica, flagelada por la tuberculosis, el paludismo y las venéreas enfermedades, algo que tal vez no todo mundo sabía.

         Este es el pérfido lado de los que hacen de la Historia su profesión: no dudan en mostrar en blanco y negro las pruebas documentales que acaban por romper las ideas romántico-nostálgicas acerca de nuestros mitos, nuestras Arcadias y Utopías en los que tan felices debieron haber vivido los antepasados.

         Juan Cuauhtémoc Murillo el historiador deberá sufrir esa némesis por su acuciosa investigación en la correspondencia de un político de gran estatura, llamado a mayores hazañas que la de permanecer cinco años en la gobernanza de una ínsula Barataria por la que no pudo hacer lo que hubo querido, pero en la que a pesar de ello se le recuerda y se le estudia.