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7 Pilares / De torrentes y asombro

Juan melgar

Toda la noche estuvo diluviando en la sierra: chorros de agua, rayos y centellas, truenos y retumbos, lucerío que se filtraba por las paredes de palodearco trabado de la choza nos mantuvieron en duermevela la noche entera. Al amanecer, el nublado permanecía, pero ninguna gota golpeaba ya el viejo techo de palma remojado y oscuro de nuestra casa.

El Tilín vino a levantarme hablando quedito: la palomilla me esperaba para ir a ver el espectáculo del arroyo de Santiago que crecería cuando a su cauce se juntaran el de San Jorge, el Chorro, San Dionisio y de las otras gargantas de la sierra, dejándose venir frente a nosotros para cruzar por Las Cuevas para llegar a El Surgidero, La Ribera y descargar aquel mundo de agua en el golfo de California, pintándolo de café con leche. Así me lo habían anunciado los plebes más grandes, entre jadeos, conforme subíamos corriendo hacia la mesa del cementerio. Escogimos lugar junto a la tumba de piedra oscura de la familia Reza. Éramos diez chamacos entre los seis y los doce años que hablábamos y reíamos con escándalo, hasta que el trepidar de la tierra y el rumor de grandes piedras chocando nos hizo callar y voltear hacia donde una larga y altísima pared de espuma café claro avanzaba para cubrir la arena blanca y ocultar el agua que bajo ella entrechocaba piedras y enormes troncos de palochino, güéribo, guamúchil y palma arrancados a la sierra…

Nadie entre nosotros hablaba; si acaso, como si rezos fueran, un “¡hi-jue-lach-ingá!” o un “¡pu-uu-ta-mm-madre!” apenas susurrado por algunos. Estupefactos, asombrados ante la fuerza descomunal de aquellas aguas broncas que buscaban el mar y todo lo arrastraban, enfurecidas, no nos movíamos. El espectáculo de la naturaleza bruta desatada nos mantuvo atentos, hasta que el frente de la primera ola con su espuma chocolata coronándola avanzó lenta para descubrir los rápidos que señalaban las rocas sumergidas que el agua había arrancado a los cañones serranos.

Bajaríamos luego del observatorio en la mesa del cementerio con el habla recuperada para, a gritos, hacernos la preguntas retóricas que todos los niños se hacen: “¡¿Se fijaron cómo pasaban en chinga los troncones?!”, “¡Cuando se oyó el primer retumbo en las faldas del cerro, yo sí me cagué; ¿tú no?”.

Setenta años después de aquel asombro, no he olvidado el suceso. He visto La Pororoca avanzando con su ola portentosa por la desembocadura del Amazonas hacia tierra adentro, pero no me emociona igual. Será que la crecida del arroyo de Santiago tras un chubasco me hubo vacunado, para bien.